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El perro de Rocroi

Arturo Pérez-Reverte (Periodista, Escritor y Acadé - Publicado:
La vida concede ciertos privilegios, y tener algunos amigos leales, sólidos como rocas, es uno de los míos.

Entre ellos se cuenta el mejor de los pintores de batallas españoles vivos: se llama Augusto Ferrer-Dalmau, y llegué a su amistad por el camino más corto: la admiración que siento por su obra.

Un día fui a una exposición suya y se lo dije.

Le hablé de cómo, en mi opinión, su pintura continúa y renueva una tradición clásica que en España, con breves excepciones, tuvo escasa fortuna.

Pocos de nuestros pintores se ocuparon de un género que en Francia tuvo a Meissonier y a Detaille, y en Inglaterra a Caton Woodville.

Por ejemplo.

Ahora Ferrer-Dalmau ha terminado un cuadro espléndido, que estos días puede admirarse en una exposición que sobre su obra y la de su paisano el catalán Cusachs se celebra en el venerable edificio de Capitanía de Madrid, esquina de Mayor con Bailén.

Se llama Rocroi.

El último tercio, y narra ---pintar con talento es una forma de narrar tan eficaz como otra cualquiera--- la situación en el campo de batalla de Rocroi hacia las diez de la mañana del 19 de mayo de 1643, cuando los veteranos de la destrozada infantería española, formando el último cuadro, esperaban impasibles el ataque final de la artillería y la caballería francesas.

Último ataque, éste, que no llegó a producirse.

Admirado el duque de Enghien de la resistencia de los españoles ---murallas humanas, los llamaría Bossuet--- permitió a los supervivientes capitular con todos los honores, en los términos honrosos que se concedían a las guarniciones de plazas fuertes.

El cuadro de Rocroi tiene para mí un sentido especial, pues nació de una conversación con el pintor mientras despachábamos un cordero con cuscús en un restaurante de Madrid.

Un lienzo crepuscular, fue la idea, que reflejase la soledad y el ocaso, la derrota orgullosa, el impávido final de la fiel infantería que durante dos siglos, desde los Reyes Católicos a Felipe IV, hizo temblar a Europa.

El retrato riguroso de aquellos soldados empujados por el hambre, la ambición o la aventura, que acuchillaron el mundo caminando tras las viejas banderas, desde las junglas americanas a las orillas lejanas del Mediterráneo, de las costas de Irlanda e Inglaterra a los diques de Flandes y las llanuras de Europa central: hombres brutales, crueles, arrogantes, amotinadizos y broncos, sólo disciplinados bajo el fuego, que todo lo soportaban en cualquier degüello o asedio, pero que a nadie ---ni siquiera a su rey--- toleraban que les alzase la voz.

Mete un perro en el cuadro, sugerí más tarde, cuando el artista me mostró los primeros bocetos.

Uno que, como sus amos, se mantenga erguido esperando el final.

Un chucho español flaco, pulgoso, bastardo, que siguió a los soldados por los campos de batalla y que ahora, acogido también al último cuadro, abandonado por su patria y sin otro amparo que sus colmillos, sus redaños y los viejos camaradas, espera resignado el final.

Y píntalo tan desafiante y cansado como ellos.

A Ferrer-Dalmau le gustó la idea.

Y ahora he visto el cuadro acabado, y el perro está ahí, en el centro, entre un veterano de barba gris y un joven tambor de trece o catorce años que el artista ha pintado rubio porque, naturalmente, es hijo de madre holandesa y de medio tercio.

En el lienzo no figura el nombre del perro; pero Ferrer-Dalmau y yo sabemos que se llama Canelo y es un cruce de podenco y galgo español de hocico largo y melancólico, firme sobre sus cuatro patas, arrimado a sus amos mientras mira las formaciones enemigas que se acercan entre el humo de la pólvora, dispuestas al ataque final.

Vuelto a los franceses como diciéndose a sí mismo: hasta aquí hemos llegado, colega.

Es hora de vender caro, a ladridos y dentelladas, el zurcido pellejo.

El cuadro es soberbio, como digo.

O me lo parece.

Retrata a la pobre y dura España de toda la vida: el soldado ciego con una espada en la mano, al que un compañero mantiene de pie y vuelto hacia el enemigo; los que rematan sañudos a los franceses moribundos; el tranquilo arcabucero que sopla la mecha para el último disparo; el desordenado palilleo de picas que eriza la formación, tan diferente a las victoriosas lanzas que pintó Velázquez.

Y sobre todo, la expresión de los soldados que miran al enemigo-espectador con rencor homicida.

Acércate, parecen decir.

Si tienes huevos.

Ven a que te raje, cabrón, mientras nos vamos juntos al diablo.

Realmente da miedo acercarse a esos hombres; y uno entiende que les ofrecieran rendirse con honor antes que pagar el precio por exterminarlos uno a uno.

Son tan auténticos como el buen Canelo: españoles desesperados, tirados como perros en campos de batalla, olvidados de Dios y de su rey.

Y pese a todo, arrogantes hasta el final, fieles a su reputación, temibles hasta en la derrota.

Peligrosos y homicidas como la madre que nos parió.

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