La billetera goleadora
Es el Día del Padre. La fecha coincide con el debut en el Mundial de Argentina, el equipo de mi predilección. Salgo a la calle temprano
La billetera goleadora
Es el Día del Padre. La fecha coincide con el debut en el Mundial de Argentina, el equipo de mi predilección. Salgo a la calle temprano a compartir con quien debo y me gusta. El día pinta bien; estoy contento.
Comenzamos con una conversación sobre temas etéreos, preguntas sobre cuándo estrenaré mi nueva corbata de color indefinido -tornasol le llama-, una escala para desayunar y después al centro comercial para unas compras a deshora, porque en un día como este no se debe llegar a ciertas casas sin un regalo bajo el brazo.
Todo pintaba bien hasta que tuvimos que hacer una nueva parada en un supermercado. A diferencia de otros domingos, no se veía el hervidero de gente debido, quizá, a que uno de los juegos del Mundial (Ecuador-Suiza) estaba en boga y a que muchos aprovecharon para quedarse en casa.
Alguien que no pudo quedarse en casa era una billetera que, como muchas, debió salir ese día para asegurar la puesta de los frijoles en la mesa. Se trata de una doña sesentona que luce sola y cansada. Sus acompañantes eran unos pedazos de chances y billetes regados sobre el viejo tablero de madera.
Confieso que no me gusta la lotería, porque es 100% azar. Sin embargo, como estaba contento, quise compartir mi alegría y pensé que una buena forma de hacerlo era liberando a esa doña de ese estado de postración en el que equivocadamente creí que estaba.
Miré de refilón sobre el tablero y calculé que con todo lo que había sobre él con unos $15 le daría el pasaporte para que se fuera a casa y, por qué no, de repente Diosito me recompensaba tirándome uno de esos números que compré por esa manía que tengo de ser un buen samaritano empedernido.
Para mi sorpresa, la dama casi me salta como una fiera. Apenas le entendí que tenía que pagar $1.20 por cada pedacito de billete. Obviamente, saqué las manos de mi bolsillo de una vez y seguí mi camino como si ella hubiera estado hablando con la pared. Mi hija, quien me acompañaba, me preguntó por qué no había comprado nada.
Tuve que explicarle que a veces uno intenta ayudar a la gente, pero no se dejan; al contrario, se aprovechan. Por eso, era mejor dejarla que se quedara sentada ahí hasta las mil, para que pague de alguna manera su deshonestidad.
Además, no me parecía justo dejarme meter semejante gol en el Día del Padre.