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Día D / La tierra que mató a su poeta

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La tierra que mató a su poeta

Publicado 2009/11/29 00:22:30
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Pura nostalgia sintió el poeta por su cuna. Aquí, el destacado cronista postula que, con el asesinato de Federico, la capital andaluza perdió su alma.

No mucho antes del estallido de la guerra civil española, el escritor inglés Gerald Brenan se fue de Granada, donde había vivido desde comienzos de los años ‘20, y regresó a Gran Bretaña. Recién en 1949 Brenan pudo volver a visitar sus viejos lugares y saber lo que había sucedido con sus amigos y conocidos. La guerra civil ya había terminado hacía una década, pero España todavía no se había recuperado de la carnicería y su pueblo permanecía pobre y hambriento. El vencedor, el generalísimo Francisco Franco –autodeclarado caudillo de España por la gracia de Dios– gobernó severamente, con la asistencia de la Iglesia católica, su partido ultraderechista –la Falange Nacional– y la Guardia Civil.

Brenan regresó a una Granada que estaba tensa, silenciosa y plagada de policías. Fue al Albaicín, el viejo barrio árabe y, desde la Alhambra, escribió: “Sí, éste era el Albaicín tal como solía ser. Sin embargo, ¿por qué parece tan cambiado, tan diferente?

Mientras estaba sentado escuchando los cantos de los gallos, la respuesta vino a mí. Esta es una ciudad que mató a su poeta. Y de golpe, vino a mí la idea de visitar, si podía encontrarla, la tumba de García Lorca. Sobre ella, dejaría una corona de fl ores”.

Con precaución, Brenan primero visitó el cementerio de Granada, trepando a una colina desde la Alhambra. Encontró perforaciones de balas en la pared y parches de sangre seca. Un custodio del cementerio, a escondidas, le mostró un osario abierto, con cientos de esqueletos adentro, muchos de ellos –víctimas de los escuadrones de fusilamiento– con sus cráneos destruidos.

Brenan preguntó con cautela acerca del destino del poeta granadino, Federico García Lorca, a quien había conocido y le dijeron, sotto voce, que el poeta había sido llevado a la ciudad distante de Viznar, donde lo habían trasladado a un barranco cercano para asesinarlo. Brenan fue hasta allí, y una anciana lo acompañó al lugar donde se decía que enterraron a Lorca.

En su relato de ese lugar sombrío, en su libro The Face of Spain (El rostro de España), Brenan escribió: “Era una pendiente suave de arcilla azul, sembrada de juncos y finos pastos de juncia, un depósito de las corrientes de agua que pasaban por el barranco cuando estaban crecidas. Toda el área estaba poceada con huecos poco profundos y montículos, arriba de cada uno de los cuales había una pequeña piedra. Comencé a contarlos, pero abandoné cuando vi que eran cientos”.

Sesenta años han pasado desde la visita furtiva de Brenan, cuando el propio nombre de Lorca seguía siendo un tabú en su ciudad natal. Hoy en día, muy curiosamente, aunque el pozo macabro del osario del cementerio ha estado cubierto mucho tiempo, los orificios de bala en la pared, donde mataron por lo menos a mil personas en el verano de 1936, todavía están allí.

En el barranco de Viznar, los huecos y montículos que Brenan observó se han cubierto de malezas desde entonces, pero las laderas yermas alrededor permanecen, en gran medida, tal como estaban, excepto por los bosquecillos de pinos que fueron plantados aquí y allá. No hay construcciones, excepto unos pocos cortijos, un grupo de casas de fin de semana y un único edificio de departamentos incongruente.

Si no fuera por los esfuerzos de otro forastero, Ian Gibson, un irlandés estudioso de Lorca que llegó a Granada dieciséis años después –y que hizo más preguntas– sabríamos muy poco acerca de cómo murió Lorca. En su obra, hoy un clásico, The Assassination of Federico Garcia Lorca (El asesinato de Federico García Lorca), Gibson cuenta cómo encontró a uno de los enterradores de Federico, quien lo condujo al preciso lugar donde el poeta yacía enterrado, al lado de otros tres hombres que habían sido asesinados con él –un maestro de escuela socialista y dos banderilleros anarquistas–. Su tumba estaba al lado de un viejo olivo, a unos pocos metros de una curva, en el camino que corría a través del barranco que se extendía entre las ciudades de Viznar y Alfacar. Llevó otros veinte años que el lugar fuera conservado.

En 1986 cercaron la zona y la transformaron en un pequeño cementerio parque. El parque es un lugar sombrío y recibe pocos visitantes. Al lado del viejo olivo, hay un pequeño pedestal de piedra dedicado, con imparcialidad determinista, A la memoria de Federico García Lorca y de todas las víctimas de la Guerra Civil. Es el único recordatorio de que algo alguna vez sucedió allí. Afuera, en el único kilómetro y medio de camino plano entre Alfacar y Viznar, las madres pasan, empujando los cochecitos de sus bebés, igual que la gente excedida de peso de las casas de fin de semana vecinas, con zapatillas y joggings, tratando de estar en forma.

Los extranjeros que visitaban Granada en los siglos XVIII y XIX encontraban los viejos palacios moriscos de la Alhambra en ruinas, ignorados y descuidados por los conquistadores españoles de la ciudad. Apenas en la década del ‘60, las autoridades de la ciudad demolieron toda arquitectura morisca que se encontraba en el camino de su celo modernizador. Hoy todos los vestigios que quedan de aquel pasado glorioso son, como mucho, hermosas estructuras de piedra vaciadas de la mayor parte de su signifi cado. En los últimos treinta años, aproximadamente, la Californización no supervisada ha sobrepasado a la alguna vez exquisita vega de Granada, su pradera cubierta de olivos, almendros y álamos blancos, que desde los tiempos de los moros se han desparramado por el valle. La vega está siendo devorada por una desidia de hipermercados y depósitos industriales que avanza. El punto estratégico desde el cual se dice que el último de los reyes árabes, Boabdil, miró por última vez hacia atrás a su reino perdido hoy está ocupado por un hotel que se especializa en fiestas de bodas. Se llama El suspiro del moro (The Moor’s Sigh).

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En la nueva España parece haber poco lugar para la poesía, aunque hay excepciones. La pequeña ciudad de Fuente Vaqueros, a unos siete kilómetros y medio de Granada, es donde nació y pasó los primeros años de su infancia; era un lugar que él amaba y acerca del cual escribía con nostalgia. La Casa-Museo Federico García Lorca –donde nació el poeta– es una casa grande de dos pisos, en una calle lateral alejada del centro de la ciudad. Está amoblada con objetos que pertenecieron a la familia y que fueron recuperados por los curadores de manos de amigos y vecinos. La cama de caoba y bronce en la que nació Lorca está allí, y en una habitación contigua está su cuna blanca de metal. Hay fotos de su amado padre: un rostro de buen humor, con un gran bigote, y pequeñas pinturas de arlequines realizadas por Lorca. En una habitación, en la parte trasera, un exhibidor con las primeras ediciones de sus obras y un libro de visitas fi rmado por personalidades como Leonard Cohen, la hija del Che Guevara –Aleida– y el actor Andy García, quien hizo de Lorca en una película de Hollywood sobre la muerte del poeta.

En el límite de la propia Granada, con vistas a una pared de diez pisos de un edificio de departamentos, está la Huerta San Vicente, la granja de la familia Lorca. Allí, las conversaciones se ahogan en el rugido del tráfico constante, que corre por una autopista de cuatro carriles, a no más de doscientos metros, construida en 1991. La Huerta consta de una casa de campo grande y encantadora, que está pintada de blanco, tiene persianas de madera verdes y rejas de hierro trabajadas. En el frente hay una hilera de palmeras reales y cipreses y un laurel y un almez –árbol que los moros llevaron a España– de doscientos años. El padre de Lorca, un adinerado hacendado que cultivaba azúcar y tabaco, la compró en 1925 y la llamó Huerta San Vicente en honor a su esposa, Vicenta. Allí la familia pasó los veranos hasta la muerte de Federico, en el ‘36. En 1940 emigraron a Nueva York y les dejaron su casa y sus contactos a una familia de caseros. En 1986, la familia vendió la Huerta a la municipalidad de Granada como casa-museo y fue inaugurada, junto con el parque circundante, en 1995. (Todo lo relacionado con el patrimonio de Lorca sucedió entre fines de los ‘80 y comienzos de los ‘90, cuando los socialistas estaban en el poder.) Como resultado, el interior de la casa no ha cambiado de manera significativa desde los tiempos en que Lorca vivía allí. En la sala de música hay un piano en el que su amigo Manuel de Falla tocó alguna vez; las paredes están adornadas con pinturas de Salvador Dalí y el famoso retrato original del poeta vestido con una bata, obra de Gregorio Toledo. Una de las propias pinturas de Lorca, forrada, fue el telón de fondo de una obra qu creó para el cumpleaños de una hermana menor, en 1922.

Desde este dormitorio simple, en el piso alto, tenía una vista espléndida de la Sierra Nevada. Allí, en un escritorio de roble magnífico, poco común, con pequeños cajones laterales, escribió Bodas de sangre y Yerma. Y allí estaba escribiendo su última obra inconclusa en el verano de 1936.

Existió lo que se denominó “transición democrática” luego de la muerte de Franco, en 1975, pero nunca hubo una verdadera reconciliación nacional. Como resultado, el pasado de España perdura en un estado perpetuo de limbo. Quizá la inminente exhumación de los restos de Lorca detone algún reconocimiento del pasado al que los españoles le han escapado durante tanto tiempo, y traiga algún tipo de catarsis nacional. Quizá no.

En la plaza de Bibataubin, en el verdadero corazón de la ciudad, se encuentra un monumento a José Antonio Primo de Rivera, el fundador de la Falange española. El monumento, un pedestal de piedra grande, tiene una dedicatoria –De Granada para José Antonio– y tiene grabado el símbolo de la Falange: un yugo, flechas cruzadas y un sol naciente. Se encuentra cerca de la entrada del Bar Chikito, parte del cual una vez fue el Café Alameda, donde Lorca y sus amigos tenían sus alegres tertulias, apodado “El rinconcillo”. Cruzando la misma plaza está el edificio de departamentos en el que los Lorca vivieron en los años ‘30. El edificio fue remodelado: su frente ahora es una pared de vidrio y pertenece a la inmobiliaria Osuna. No hay ninguna placa que diga que Federico García Lorca alguna vez vivió allí.

Una caminata de cinco minutos conduce a “la casa de los Rosales”, en la calle Tablas. Los Rosales, falangistas influyentes, eran los amigos de la familia a quienes un García Loca aterrorizado recurrió para obtener refugio en sus días finales. Su casa hoy es un hotel de tres estrellas: La Reina Cristina. En su página de internet, los actuales propietarios del hotel explican que tuvieron “mucho cuidado” en la modernización de la casa para preservar detalles originales. Dicen que la puerta de entrada al hotel “es la misma que usaron los captores de Lorca para entrar a la casa y llevarlo a la muerte”. El restaurante del hotel, con total desenfado, se llama “El rincón de Lorca” y ofrece platos suntuosos como rabo cocinado en hígado. En la Puerta Real, la vieja entrada al Albaicín, el venerable Café Suizo, un abrevadero para Lorca y otros hijos ilustres, hoy es un Burger King.

Lorca no se habría sorprendido con toda esta vulgaridad. Abiertamente se había lamentado porque la Reconquista católica y su Inquisición habían destruido la única civilización que había hecho legendaria a Granada. En una entrevista, unos meses antes de su asesinato, había descripto a la burguesía de la ciudad como “la peor del mundo”, que la había convertido en “una ciudad empobrecida, acobardada”.

Si usted va al Albaicín hoy, lo verá colmado de turistas, guitarristas fl amencos itinerantes y hippies descalzos que venden joyas artesanales. Verá a los gitanos y se estremecerá ante la vista de la Alhambra y el rojo de la tierra y el azul del cielo. Hasta puede llegar a escuchar cantos de gallos, como le pasó a Brenan años atrás. Quizá, también, sienta pena por lo que nunca podrá ser reemplazado ya que Granada es la ciudad que mató a su poeta y, al hacerlo, perdió parte de su alma.

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