Una pequeña panga es su único sustento económico
Publicado 2005/10/12 23:00:00
- Elizandro E. Gaitán
Dentro de su panga, que tiene las dimensiones de 22 pies de largo por 30 pulgadas de ancho, yacen las desgastadas muletas de aluminio de Libardo Córdoba sobre el fondo de madera, como mudas testigos de su relato.
Hasta hace pocos años atrás, Córdoba era propietario de una panga de iguales dimensiones que ésta. Una noche, mientras la había pintado y dejado bonita en el muelle, desapareció misteriosamente. Y como él mismo dice, "ahora estoy en la calle".
La modesta embarcación que tiene no es de su propiedad, es de un amigo. Sin embargo, se gana la vida llevando bolsas a las embarcaciones y trasladando personas, a un costo que va en ganancias de 25 centavos hasta seis balboas por día.
Anteriormente, cuando las cosas iban muy bien, se hacia un rédito entre 15 y 20 balboas diarios, pero los tiempos han cambiado. Con tres hijos mayores y ocho nietos, él debe contribuir con la ayuda económica de la familia, pero la realidad no es solidaria con él.
"Lo único que yo pido es una ayuda. Esperamos que el gobierno, de antemano, haga algo por mi, ya que no tengo la edad adecuada para conseguir un trabajo, porque nadie va a querer dármelo a estas alturas", insiste el panguero.
Córdoba considera que el área del Muelle Fiscal es un sitio idóneo para realizar su labor, en vista que todos lo conocen en los alrededores. "No hay otro lugar mejor para desempeñar esta función -exclama él-. Aquí siempre sale algo para llevarle a la familia, así que considero que no nos deben de trasladar de aquí".
A veces cuando las cosas no salen bien, sale a camaronear y se adentra a mar abierto. Quizás algún residente de los exclusivos condominios que se encuentran en Punta Paitilla lo han podido apreciar cuando incursiona solitario y decidido.
"Yo soy un hombre de mar, y no le temo -advierte Córdoba, empuñando el remo-. Desde niño me crié en las costas de Darién y sé lo peligroso que es. Le doy gracias a Dios que siempre me ha protegido, principalmente, cuando ha habido grandes temporales".
No obstante, su preocupación no sólo encierra su interés particular de continuar trabajando, sino que también se preocupa por otras personas, ancianas, que se dedican al traslado de personas.
Por el momento, lo más importante para él es que lleguen los días de Semana Santa u otras fiestas importantes en Darién o en las islas del Pacífico, como San Miguel y Taboga, en vista de que el movimiento de personas se identifica.
Córdoba, que de momentos nos recuerda al viejo marinero del relato de Ernest Hemiway, se aleja y la marea sube a un ritmo vertiginoso. En el techo del Muelle Fiscal, están los gallinazos que, en un santiamén, desaparecen en medio de un cielo despejado, mientras la marea devuelve a los hombres los desperdicios que han tirado en sus dominios.
Hasta hace pocos años atrás, Córdoba era propietario de una panga de iguales dimensiones que ésta. Una noche, mientras la había pintado y dejado bonita en el muelle, desapareció misteriosamente. Y como él mismo dice, "ahora estoy en la calle".
La modesta embarcación que tiene no es de su propiedad, es de un amigo. Sin embargo, se gana la vida llevando bolsas a las embarcaciones y trasladando personas, a un costo que va en ganancias de 25 centavos hasta seis balboas por día.
Anteriormente, cuando las cosas iban muy bien, se hacia un rédito entre 15 y 20 balboas diarios, pero los tiempos han cambiado. Con tres hijos mayores y ocho nietos, él debe contribuir con la ayuda económica de la familia, pero la realidad no es solidaria con él.
"Lo único que yo pido es una ayuda. Esperamos que el gobierno, de antemano, haga algo por mi, ya que no tengo la edad adecuada para conseguir un trabajo, porque nadie va a querer dármelo a estas alturas", insiste el panguero.
Córdoba considera que el área del Muelle Fiscal es un sitio idóneo para realizar su labor, en vista que todos lo conocen en los alrededores. "No hay otro lugar mejor para desempeñar esta función -exclama él-. Aquí siempre sale algo para llevarle a la familia, así que considero que no nos deben de trasladar de aquí".
A veces cuando las cosas no salen bien, sale a camaronear y se adentra a mar abierto. Quizás algún residente de los exclusivos condominios que se encuentran en Punta Paitilla lo han podido apreciar cuando incursiona solitario y decidido.
"Yo soy un hombre de mar, y no le temo -advierte Córdoba, empuñando el remo-. Desde niño me crié en las costas de Darién y sé lo peligroso que es. Le doy gracias a Dios que siempre me ha protegido, principalmente, cuando ha habido grandes temporales".
No obstante, su preocupación no sólo encierra su interés particular de continuar trabajando, sino que también se preocupa por otras personas, ancianas, que se dedican al traslado de personas.
Por el momento, lo más importante para él es que lleguen los días de Semana Santa u otras fiestas importantes en Darién o en las islas del Pacífico, como San Miguel y Taboga, en vista de que el movimiento de personas se identifica.
Córdoba, que de momentos nos recuerda al viejo marinero del relato de Ernest Hemiway, se aleja y la marea sube a un ritmo vertiginoso. En el techo del Muelle Fiscal, están los gallinazos que, en un santiamén, desaparecen en medio de un cielo despejado, mientras la marea devuelve a los hombres los desperdicios que han tirado en sus dominios.
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