Colores de Panamá
Publicado 2001/01/16 00:00:00
- El Gitano
A quien nació con los ojos posados en el monótono gris que se extiende por cerca de dos mil kilómetros a lo largo de la faja costera peruana, la campiña de Panamá le revela matices y tonalidades de colores deslumbrantemente inéditas. Viajando por la Interamericana, sólo viendo los árboles que se yerguen a la vera de la carretera, el costeño peruano, descubre el verde esmeralda de las palmeras, el verde aguamarina de los marañones, el verde chartreuse de los papayos en flor, el verde sombrío de la caoba africana, las lentas metamorfosis del verde de las hojas del banano que, ora son turquesa cuando brota la panopolia de sus racimos, ora cobre jaspeado cuando termina de madurar, ora tabaco mustio que se destiñe y desfleca hasta acabar desgajado. Mientras el agua abunda en Panamá, la corriente de agua fría de Humboldt le hace una jugarreta al clima de la costa peruana. Lima debería tener un clima semitropical semejante al de Guayaquil. Sin embargo, la corriente de Humboldt hipertrofia el clima, instaurando un colchón de nubes que oculta el cielo de la ciudad durante nueve meses al año y suprime la lluvia. Lima es una ciudad donde nunca llueve, donde el paraguas es un artefacto exótico y donde el índice de la humedad puede llegar en invierno al 95%. Los limeños no tienen bronquios sino branquias, ironiza el humor popular.
Hace algunos años recorrí el desierto del Sahara en El Aiun, localidad situada en la frontera de Marruecos y el disputado territorio saharaui. Di un salto en el jeep que marcaba su huella en las dunas del desierto. El Sahara es igualito al arenal de la costa peruana. Me sentí transportado instantáneamente al desierto de Sechura, a las dunas de Huacachina, a las vastas extensiones de árida tierra que escoltan, de Lima a Tacna, la cinta de asfalto de la Panamericana Sur.
Hoy el verde de Panamá ha lavado mis ojos de la opacidad de aquellos grises. Pero no sólo el verde en sus variaciones sutiles sino otros colores enriquecen mi fatigada miopía. Por ejemplo, los morados, rosas, blancos, de las veraneras. Aquí llamáis veranera a la espléndida buganvilia que en los registros botánicos lleva el nombre de su clasificador, el ilustre botánico francés del siglo XVIII, Louis Antoine de Bougainville. Las veraneras se inclinan al pie de la piscina, saludándonos a Tita Méndez, a Monina y Oydén Ortega, Mariela Vargas, Mitzi Lewis, Sara Saldívar, Anita Ortiz, Chela y Ruco Palma y a mí, los fines de semana en Coronado. Sus pétalos caen a la piscina, diseñando guirnaldas moradas, que luego desordena la brisa. Buganvilias transmutadas en veraneras que escriben su propio epitafio al conjuro del viento porque, paradójicamente, es en el verano en que los pétalos abandonan las espinosas ramas para fenecer bajo el esplendor efímero de la estación estival.
De otra suerte la floración de los árboles de acacias tiñe a Villa Lilla con luces inusitadas de naranja y cadmio que parecen extraídas de los crepúsculos interminables. Villa Lilla parece sumergirse bajo una sombrilla color mandarina. Las ardillas se columpian como equilibristas por los cables, deslizándose de los nidos del techo de la casa a las ramas de las acacias. Diminutos pajarillos picotean los pétalos de acacias derramados por el suelo, tal si fueran gajos de naranja. Una atmósfera de égloga paraliza el tiempo a unos metros de los ruidos ensordecedores de la Vía Porras y la Calle 50.
¡Colores de Panamá¡ Desde 1988 los vengo incorporando a mis retinas de costeño peruano amortiguadas por el monótono gris ratón del litoral. Sólo en las huertas de Reque de mi niñez, en las plantaciones azucareras del sólido norte, o en los jardines de los acantilados de Barranco, me deslumbraron el rojo profundo de las ciruelas, el almíbar de las cañas, el algodón almibarado del pacae, el fucsia de los geranios, los matices infinitos de las isabelitas, lluvia de oro, galán de día, galán de noche, casuarinas, violetas, alhelíes, retamas, y otras que retoñan en la nostalgia.
Los antiguos mochicas costeros precolombinos construyeron prodigiosos acueductos para arrebatarle líquido a los ríos andinos y represarlo y distribuirlo en una asombrosa red de canales subterráneos. Y para lavar sus ojos de la aridez del país en donde nunca llueve, diseñaron tapices policromos, ceramios de arcilla rojinegra, plumajes que rivalizan con las iridiscencias de la cola del pavorreal.
¡Colores de Panamá¡ ¡ Floración de los guayacanes! Dádiva de un dios generoso y benévolo. Nacimos en la costa peruana con los ojos cerrados por el barro de Chan Chán, la ciudadela precolombina de adobe más grande del mundo, hija del salitre y el estiaje, pero enemiga del color. Aquí, en Panamá, se produjo la revelación. Aquí empezó el deslumbramiento. Aquí se abrieron mis ojos a los matices secretos del color y cada día agradezco a Dios y a mi mujer el sortilegio.
Hace algunos años recorrí el desierto del Sahara en El Aiun, localidad situada en la frontera de Marruecos y el disputado territorio saharaui. Di un salto en el jeep que marcaba su huella en las dunas del desierto. El Sahara es igualito al arenal de la costa peruana. Me sentí transportado instantáneamente al desierto de Sechura, a las dunas de Huacachina, a las vastas extensiones de árida tierra que escoltan, de Lima a Tacna, la cinta de asfalto de la Panamericana Sur.
Hoy el verde de Panamá ha lavado mis ojos de la opacidad de aquellos grises. Pero no sólo el verde en sus variaciones sutiles sino otros colores enriquecen mi fatigada miopía. Por ejemplo, los morados, rosas, blancos, de las veraneras. Aquí llamáis veranera a la espléndida buganvilia que en los registros botánicos lleva el nombre de su clasificador, el ilustre botánico francés del siglo XVIII, Louis Antoine de Bougainville. Las veraneras se inclinan al pie de la piscina, saludándonos a Tita Méndez, a Monina y Oydén Ortega, Mariela Vargas, Mitzi Lewis, Sara Saldívar, Anita Ortiz, Chela y Ruco Palma y a mí, los fines de semana en Coronado. Sus pétalos caen a la piscina, diseñando guirnaldas moradas, que luego desordena la brisa. Buganvilias transmutadas en veraneras que escriben su propio epitafio al conjuro del viento porque, paradójicamente, es en el verano en que los pétalos abandonan las espinosas ramas para fenecer bajo el esplendor efímero de la estación estival.
De otra suerte la floración de los árboles de acacias tiñe a Villa Lilla con luces inusitadas de naranja y cadmio que parecen extraídas de los crepúsculos interminables. Villa Lilla parece sumergirse bajo una sombrilla color mandarina. Las ardillas se columpian como equilibristas por los cables, deslizándose de los nidos del techo de la casa a las ramas de las acacias. Diminutos pajarillos picotean los pétalos de acacias derramados por el suelo, tal si fueran gajos de naranja. Una atmósfera de égloga paraliza el tiempo a unos metros de los ruidos ensordecedores de la Vía Porras y la Calle 50.
¡Colores de Panamá¡ Desde 1988 los vengo incorporando a mis retinas de costeño peruano amortiguadas por el monótono gris ratón del litoral. Sólo en las huertas de Reque de mi niñez, en las plantaciones azucareras del sólido norte, o en los jardines de los acantilados de Barranco, me deslumbraron el rojo profundo de las ciruelas, el almíbar de las cañas, el algodón almibarado del pacae, el fucsia de los geranios, los matices infinitos de las isabelitas, lluvia de oro, galán de día, galán de noche, casuarinas, violetas, alhelíes, retamas, y otras que retoñan en la nostalgia.
Los antiguos mochicas costeros precolombinos construyeron prodigiosos acueductos para arrebatarle líquido a los ríos andinos y represarlo y distribuirlo en una asombrosa red de canales subterráneos. Y para lavar sus ojos de la aridez del país en donde nunca llueve, diseñaron tapices policromos, ceramios de arcilla rojinegra, plumajes que rivalizan con las iridiscencias de la cola del pavorreal.
¡Colores de Panamá¡ ¡ Floración de los guayacanes! Dádiva de un dios generoso y benévolo. Nacimos en la costa peruana con los ojos cerrados por el barro de Chan Chán, la ciudadela precolombina de adobe más grande del mundo, hija del salitre y el estiaje, pero enemiga del color. Aquí, en Panamá, se produjo la revelación. Aquí empezó el deslumbramiento. Aquí se abrieron mis ojos a los matices secretos del color y cada día agradezco a Dios y a mi mujer el sortilegio.
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