Panamá
Entre atardeceres y amaneceres
El sol es, para los que no tienen interés en buscar su fantástica belleza, un mero iluminador, el ábaco con el que se cuentan los días.
- Alonso Correa
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- - Actualizado: 24/5/2023 - 12:00 am

Alonso Correa.
Son las últimas pinceladas del abrigo, las bocanadas finales de un día más. El atardecer, tan común y banal como se le conoce, es generoso en su presencia, ya que no le niega su visión a nadie, pero caprichoso en su esencia, porque la esconde en su inmensidad. Pocos son los afortunados de vivir un atardecer en su vida, llegar a ese segundo en el que tiempo y mundo se detienen para admirar, durante un instante, la belleza de lo indómito.
El poder más puro, la casualidad más precisa. Porque un atardecer puede alterar una vida, puede cambiar, de manera intratable, la psique humana y hacer que aquel desafortunado suertudo caiga en el embrujo de aprender a vivir el momento. Porque el sol tiene ese talento, es hechicero de vidas, modificador de conciencias. El sol te puede llevar a querer vivir, más allá del día a día.
El sol es, para los que no tienen interés en buscar su fantástica belleza, un mero iluminador, el ábaco con el que se cuentan los días. Pero aquello que nos observa en el cielo es algo más, algo casi místico. El sol, disciplinado y brutal, destierra la penumbra de la tierra e ilumina los miles de millones de historias que se tienen que contar, el sol es el director de la orquesta, el sol es un actor más de esta tragedia.
El sol, en la absoluta lejanía de su menosprecio, nos cede sus rayos para poder enfrentarnos a la vida. Usamos su vida para vivir la nuestra y nos robamos su tiempo para ganarle al miedo. Porque el sol, inanimado y natural, aprecia poco la miserable vida de microorganismos lejanos, de primates civilizados en búsqueda de la destrucción. El sol, en esa misma apatía e inapetencia, nos regala los más perfectos atardeceres y los más ricos amaneceres.
Pero su magia no perdura, como todo en esta realidad, se debe equilibrar, ahí es cuando aparece la noche. La negra tela que conquista el cielo, el fin de los fuegos de un sol lleno.
La noche se come al mundo y quedamos desprotegidos ante la desidia. Pero estos peligros nunca se combaten solos, estas peleas siempre se luchan con compañía. Como una madre atenta está la luna manifiesta. La luna es ese escudo de plata que domina el ennegrecido azabache del universo sobre nuestras cabezas, es ese diamante clavado en la cúspide de nuestras sombras. La luna, morena y clara, se viste de gala para dejar prendados a sus amantes.
Es tan exótica que, como una deidad arrogante, cubre de brillantes hojuelas el cielo del que la observa. La luna, como guía y cuidadora, da refugio a los que aún aúllan por ella y protege a los que en silencio le profesan su amor. La luna es el maravilloso espejo en el que se refleja el mundo, el punto más perfecto, la meta más preciada. Porque la luna, enamoradiza y lujuriosa, maneja los hilos de los que en ella ven mil historias. Porque la luna es testigo de la historia y protagonista de su propio cuento.
Vivimos en medio de una burbuja de casualidades, repletos en todos los horizontes por bellos azares. Transitamos por esta vía llamada vida y aunque a todos nos atropella el tiempo, son pocos los que alzan, de vez en cuando, la cabeza para apreciar las delicadas pinceladas de vida que nos regalan los astros. Maquetas efímeras de una cuestión más grande que el individuo, alejado de la supervivencia y ajeno a la subsistencia. Porque la estética, la belleza y el arte son para el alma lo que el agua es para los océanos.
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