Panamá
Nosotros, los dioses I
En un movimiento rápido dejé todo lo que estaba haciendo para sujetar el hilo y mover al pequeño animal hacia una zona más segura.
- Alonso Correa
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- - Actualizado: 22/11/2023 - 12:00 am
Hace unos días tuve una de esas experiencias que, aunque minúscula, tuvo un impacto enorme en mi psique. Una pequeña araña, del tamaño de la cabeza de un alfiler, bajaba por su seda hacia lo que sería una muerte segura; estaba escurriendo unos espaguetis y la mezcla de turbulencias y el calor mismo de la pasta era una sentencia de muerte segura para el pequeño organismo.
En un movimiento rápido dejé todo lo que estaba haciendo para sujetar el hilo y mover al pequeño animal hacia una zona más segura. Este, tal vez asustado por la situación, subió hasta mi mano y comenzó a caminar entre los vellos que tengo en la extremidad.
Estuve algunos minutos observándola, viendo como bailaba entre mis pelos, percibiendo sus patas, tocar mi piel, viendo cómo se sentía segura entre mis dedos. Estuve en esa exploración visual, descubriendo los colores de su abdomen o las rarezas de la primitiva conciencia de un insecto, hasta que la dejé en la pared. Toqué una araña, sí, y no solo una, he tocado varias, en muchas ocasiones para realizar la misma acción que narré hace algunas líneas.
Muchos de ustedes no hubieran pensado dos veces antes de matar al pobre animal, antes de rociarlo con veneno o reventar sus entrañas contra la palma de sus manos, yo mismo he sido victimario de la muerte de centenares como ella, pero ¿por qué? Digo, entre ese animal y un perro solo hay cuatro patas de diferencia. A lo mejor es porque sentimos cierta conexión, cierto entendimiento con un can o con un felino, pero compartimos espacio con muchos animales, plantas y organismos.
Y aquí entrarían los veganos radicales a comentar sandeces, pero la estulticia es mejor tenerla fuera de casa.
Lo que acabo de contar no es una simple anécdota para hacer a los que me leen compadecerse de aquellos animales que utilizamos para mantener el estómago lleno. No, esta reflexión, esa epifanía, no era más que el descubrimiento interno de una realidad a voces.
Porque a veces nos postramos y le suplicamos a seres más grandes que nosotros, de una inmensidad comparable a la de esa araña y yo, que nos asistan, que nos ayuden, que nos cumplan alguna promesa.
Aquí debemos de pensar en esa araña, en esa limadura de animal, en esa viruta de arácnido. ¿Si no podemos demostrarle compasión a un organismo de esas cualidades, por qué suponemos que un dios haría algo diferente con nosotros? Somos polvo en este universo de tamañas dimensiones, somos microorganismos para cualquier titán.
En la vida se nos presentan contadas oportunidades para la piedad, no me refiero a esos centavos que se lanzan por las ventanas de los vehículos para colaborar con una causa de moda. Me refiero a auténticas situaciones en donde será nuestra misericordia la que decida la conclusión. La situación con el arácnido fue de esos momentos en los que sientes que eres tú el que debe ser el vehículo de la piedad, la vez la primera vez que me doy cuenta. Porque no tiene nada que ver la manera, el tamaño o la importancia, la piedad es piedad.
Verte reflejado, dentro de la piel de cualquier criatura, entender que su vida, así como la tuya, puede apagarse en cualquier instante, es liberador en cierto sentido. Comprender que tu libertad se ve expresada en un pensamiento pasajero, en una idea vuelta arena. Entender que así como elevas tus más animosas exigencias a una consciencia superior, saber que puede aplastarte como los harías con esa araña, destruirte, pero que aún sigues aquí, aún estás aquí, viviendo, caminando por los vellos de los brazos de un gigante, un titán misericordioso.
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