En lo particular no me gusta la palabra “eutanasia”; porque en su origen griego significa, más o menos, muerte buena o buena muerte. Y yo, por lo menos, no veo la muerte como buena en nada, aunque la acepto como inevitable, biológicamente. Hoy una de mis hijas mi pidió que le diera mi opinión sobre ese tema, por un debate escolar. Saturado, como estoy, de la filosofía estoica, que veía el suicidio como un acto de valor, en ciertas circunstancias, me tomó algún tiempo armarme de objetividad y darle mi opinión sincera y franca.
A pesar de que los padres somos como un hierro que se marca indeleblemente, y tal vez por siempre, en la mente de los hijos, preferí que el corazón hablara sobre el tema, y le pude hablar con toda libertad, como si yo hablara conmigo mismo. Di mi primeros pasos en el tema.
Para mí la muerte es algo muy sencillo; tan sencillo como el nacimiento es parte de la vida. Pero sepan que su sencillez jamás será lo mismo que su aceptación. Por naturaleza, por instinto y por evolución, no podemos aceptar la muerte como algo tan sencillo, ni tampoco resignarnos a ella a punta de razón. Ese instinto de supervivencia es más fuerte incluso que la voluntad del hombre, más esclavo del oxígeno que los diafragmas cuando inhalan, y más potente y poderoso que la propia sed de los sedientos.
Desde el momento de la concepción, todo se traduce en una lucha que se eleva y se rebela contra el tránsito final de la partida de la que nadie ya regresa. Luchamos por el crecimiento desde el vientre, asistidos más por ese instinto que por el propio amor y los cuidados de los progenitores. Aunque no tengamos las razones por las que vivir, vivimos; aunque estemos en el borde mismo del abismo de la muerte, resistimos y nos aferramos. De eso se trata la existencia y todo organismo que no goza de ese impulso, se extingue simplemente.
Recientemente pude leer la carta de despedida de ese conocido autor Carlos Alberto Montaner, publicada luego de su muerte asistida, o su eutanasia, en 2023. Lo que más me llamó la atención fueron algunas de sus últimas frases al final del escrito: “¿Se quiere una mayor libertad que la de elegir el momento de la partida?”. Lo admiro; pero no lo entiendo. Porque para entenderlo realmente habría que ser él, en medio de sus sufrimientos como víctima del Parkinson y como el testigo de cómo se apagaba la luz intelectual de su conciencia tan brillante. Su opinión es válida, pero está teñida del ansia de morir producto de su sufrimiento crónico, largamente resistido. Para el resto de nosotros, aceptar la muerte como bálsamo es cosa que está fuera de la discusión. El hombre sano, en promedio, quiere vivir, y vivir siempre, aunque sea esta último una mera fantasía. Jamás aceptará su muerte y, si goza de capacidad mental en medio de ese trance, sumará razones al instinto de supervivencia que no queda cercenado con el corte del cordón umbilical.
La muerte asistida no me parece a mí una buena muerte, o una eutanasia, sino un remedio para el sufrimiento intolerable, un alivio para el dolor que, en vida, no encuentra remedio. Apoyarla en otras circunstancias es insostenible para mí, como para todo ser que siente que el momento de la transición lo encontrará luchando siempre, justamente como vino al mundo.

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