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Variedades / Cuando la isla era doncella

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Cuando la isla era doncella

Publicado 2004/08/17 23:00:00
  • Aristides Martínez Ortega
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Segunda generación vanguardista: Ricardo J.

Antes que el aire fuera marinero
entre la sangre de mis siete mares,
y la luz limonar de mis dos ojos
tus barrocas colinas despeinara;

antes que el fuego verde de un relámpago
las pensativas sienes encendiera,
y en mis manos flotaran los arcángeles
que custodian la sal de la memoria;

siempre y desde que el lirio de mis labios
en tu nombre de ave amaneciera,
y soñaran con árboles de nácar
los húmedos follajes de tus olas;

estabas junto a mí, ayer y ahora,
creciendo en los verjeles, sumergida
en las cejas, de pie en los huracanes,
con una rosa roja en los amores.

Isla de paz en zócalos de olvido:
eras y eres el pulso acelerado
que da sabor de luna a las almejas
y contornos de agua a los recuerdos.

Te saludo con un geranio ardiente
al entrar por tus dulces plenamares,
como un galán dormido que despierta
con el rostro del sueño entre las manos.

II

El mar, cuando la Isla era doncella
y nave de jazmín calzar solía,
era un antiguo mar enamorado
por radas y penínsulas y esteros.

Australes lienzos de organdí florido
amarraban su túnica de nácares
verdes, cuando la Isla era doncella
y el mar ya la buscaba en la neblina.

Aguafuertes de brumas asustadas,
leopardos de verdor y sin colmillos
y conchas como pórfidos desnudos,
eran su piel, sus trenzas y sus senos.

Sin lazos, ni collares ni rubores
el mar la descubrió por sus riberas,
una noche de abril que perseguía
cervatillos de luna por la playa.

Alumna de los vientos y las olas,
con cadenas de peces y aquilones
la retuvo en su voz y en sus miradas
navegando entre hierbas submarinas.

Desde entonces abraza su cintura,
¡Oh enajenada niña en las almenas!
y los labios le cubre de corales
con marejadas de zafiros fuegos.

III

Sal salinero y alguacil de espuma
de la acuarela de los tamarindos,
alza tu quilla, plenamares rompe
con remos de clavel amartelado.

Diez mil esquifes de aguamiel moruna
giran a sotavento, sin timones.
Chirimoyas de mar y algas dormidas
cargan en sus bodegas al mercado.

Langostas de relente por el cielo
vuelan con sus plumones despeinados,
y rojos argonautas, pececillos,
descienden las marinas pasarelas.

Isla de flor, de flores encalladas
en arrecifes de salina aroma,
de aliento, crestamar de los alientos,
tiñe el confín del golfo, ventolera.

Tendida entre dos soles, la restinga,
cumbres de helecho rompe y claraboyas,
moros de turbia miel y unicorneados
por sortijas de rizos platinegros.

Mar de las marejadas interiores,
mar de escayolas naves y candiles
de cal y canto. Mar, mar marinero,
verde alguacil de espumas placenteras.

IV

Con su estela de nardos y gaviotas
rumbo al amanecer, los navegantes
istoles apresuran sus vapores
de un morado color de escalofrío.

En la esmeralda guarnición del puerto
cien cañones de niebla los reciben,
cien agujas que baten sus costados
con granadas de peces amarillos.

Cada redoble azul del artillero
muere un lobo de mar en las cubiertas:
un congelado resplandor argente
a bordo de negruzcos farallones.

Con sus dedos de amor el aire enjuga
las mortales heridas de las sombras,
y resucita alcázares y velas,
áncoras y flamencos flotadores.

Nuevas quillas de lumbre marinera,
bajeles tibios y dorados fucos,
renacen de las aguas desveladas
en los verdes espejos de al aurora.

Una escuadra de luces mañaneras
irrumpe por los faros destruidos,
y la Isla contempla sin saberlo
el cadáver del cielo entre las olas.

V

Mediodía en los pétalos del agua
ciega de los jardines plenamares,
cumbre de los velados ruiseñores
que en cárcel de cristal su canto suenan.

Palmares submarinos y bureles
mece el vaivén de plata de la siesta,
y polluelos de luz maromas hacen
de rama en rama por las blancas ostras.

Un pregón de pescados y lechugas,
ajicillos de amor y calamares,
corre por las cocadas de las piñas
y estremece las uñas del cangrejo.

Viva estás la arboleda de las olas
y vivo el mar de gracia de las flores
en esta reposada arquitectura
de tropicales frisos marineros.

Varada en una rosa sin espinas,
la cúpula del pueblo desfallece
de mirar la botella que aprisiona
un cernido bajel de pescadores.

El escarpado monte entre goletas
de verde estalactita, se derrumba,
y hojas como tigrillos zumbadores
penden sobre el tamiz de la ensenada.

VI

La Virgen del Carmelo, Carmelina,
trópicos de alcanfor rompe y desuella,
con un niño vestido de grumete
y agujas como harpones torrenciales

En su esquife de nubes y palomas,
plátanos y piñuelas serpentinas,
cubre la mar de nardos y limones
de espermas, serafines y bombillos.

Desde el cielo las blancas humedades
su timonel de lino va encrespando,
y palios de aguacero, en dulces ostras
abren los parasoles de la hormiga.

Algas de voz bermeja sus maitines
entre sonoras mieles aseguran,
y el acordeón del perro, desentonan
escualos de marfil y piel felina.

Medallones de cuarzo los luceros
cuelgan de las corvinas y las ranas,
y airados luciferes vengadores
recortan el ombligo de la luna.

Capitana y patrona de las conchas,
tus ojos de morada lumbre erguida,
sueñan de amor por los mojados riscos
con rebaños de azules rompeolas.

VII

Por el dormido de las caletas
levemente dorado en los ancones,
baja la tarde al fin sus banderines
con salvas de cuarenta caracolas.

Un polvo de diamantes masteleros
cubre las torres de la mar salina,
y desfallece el aire en los aljibes
con diminutas alas nazarenas.

En el poniente se despluman nubes
palomitas de escarcha y caramelos:
nubes de terracota y pan molido
con sabor a pastel azucarado.

Somos de nuevo niños y sirenas
a ver nos llevan dulces tiburones,
langostinos en flor y descendiendo
por espirales gradas submarinas.

Peces como suspiros y bucólicos
enamoradas coles asemejan,
mientras la luna añil de los espejos
con luces de cristal despide el día.

Tantas cosas de ayer, tantos escombros
de moluscos galantes contra el frío
de chalupas y costas encalladas
con las redes dormidas, marineras!

VIII

Fuegos prendió la noche de esmeriles
musgos, en el candil ultramarino
de un caracol de nácar que consume
celestes óleos de fulgor mojado.

Brincan delfines por las glaucas dunas
y desaferran, crueles, los faroles,
las rocas, las sardinas, las guitarras,
y el deslumbrante toro del vacío.

Cómo nos duele el aire en la pregunta
que la garganta esconde y desafina,
con tormentosos hielos encendidos
y pescados de colas en salmuera.

Tortugas de aserrín enamorado,
y tritones con remos como lirios
hunden también su voz en las arenas
buscando estrellamares y memorias.

Ni aún los marineros son iguales
en esta sobremesa sin claveles,
que resucita rostros flotadores
y barcarolas de rubí dormido.

Un lucero de plata, fiel grumete,
de su neptuno mirador divisa,
cristalino tropeles de hipocampos
abordando a estribor el fondeadero.

IX

Barloventos de conchas, capiteles,
leños entre las jarcias, desprendidos,
y el roce de los náufragos tan suave
como el célico anís de la memoria.

¡Cuántas manos ardiendo en los cantiles
con pulseras de azufre y hielo! ¡Oh cuántos
torsos con el ardor ya moribundo
sobre las deshojadas madreperlas!

Por las dársenas llora el astillero
en sótanos de espumas carceleras,
como una mariposa de relámpagos
fría entre ramblas de coral dormido.

Te miro y me pregunto donde viene
esta raíz que de la tierra sube,
y el marfil que acalora tu figura
con volanderos pájaros marinos.

Espanto de sentirte por la sangre,
huéspeda tutelar en las moradas
remotas que los ojos adivinan
con celestiales órbitas isleñas.

En esta soledad, aunque distante
de los iluminados farallones,
el fuego que nos une nos separa
con sus gélidos yodos de berilo.

X

Bajo un cielo de azules golondrinas
la sombra asciende con sus pies de escamas
y transfigura el monte, centinela,
rondando entre portales de rocío.

Ciudad de callejones inclinados:
púdica flor de marineros pétalos.
El pulso de la rada, detenido,
con el aire sin luz no se conforma.

Duerme la madreselva y en los parques
el niño del briol muere de frío
con una vela roja entre las manos,
ajada flor de plumas salineras.

Por la rampa del sur la lluvia llora
en los fustes del templo, sostenida.
El dulce mar Pacífico la escucha
sin mover una sola verde ceja.

Alza la frente Dios y sus argollas
de luceros amargos palidecen
los últimos escollos navegantes
y el surtidor de estelas enfadadas.

Distante, una canción, rompe las hojas
del árbol de la noche, ventolina,
y tres mangos de sombra, tres doncellas,
en lecho de espolines se desmayan.
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