Lamu... isla perdida en el tiempo
Publicado 2000/05/20 23:00:00
- VÃctor A. Santos J.
La vela de lona ondeaba al golpe de la salada brisa que impulsaba la pequeña embarcación. Colgado del mástil, muy por encima de la cubierta, un vigía observaba el horizonte en busca de tierra firme, forzando la vista a causa del resplandor de las aguas del océano Indico. Era el siglo XV, y los marineros buscaban la isla de Lamu.
Oro, marfil, especias y esclavos... Africa lo tenía todo. Embelesados por los tesoros del continente y el deseo de explorar nuevas tierras, hombres intrépidos procedentes de países distantes se hicieron a la mar rumbo a la costa oriental de Africa. Emprendieron largos viajes, apiñados en los navíos, luchando contra mares turbulentos y fuertes vientos en busca de tesoros.
Hacia la mitad de la costa oriental africana, un pequeño grupo de islas, el archipiélago de Lamu, proporcionó a aquellos viajeros y a sus frágiles embarcaciones un puerto profundo y seguro protegido por arrecifes de coral. Allí pudieron reabastecerse de agua dulce y alimentos.
Para el siglo XV, la isla de Lamu se había convertido en un próspero centro de comercio y provisiones bien establecido. Los marineros portugueses que llegaron en el siglo XVI se encontraron con mercaderes acaudalados ataviados con turbantes y largas túnicas de seda. Por las estrechas calles caminaban mujeres perfumadas y engalanadas con pulseras de oro en brazos y tobillos. A todo lo largo del muelle descansaban embarcaciones con sus velas triangulares enrolladas, cargadas hasta los topes con bienes destinados a tierras extranjeras. Grupos atados de esclavos esperaban que los arrearan como animales a los daus (embarcaciones árabes de un solo mástil y vela triangular).
Los primeros exploradores europeos se sorprendieron de hallar un elevado nivel de higiene y de diseño arquitectónico en Lamu. Las viviendas que daban al mar estaban construidas con bloques de coral extraídos de mano de canteras locales; pesadas puertas de madera, exquisitamente talladas, guardaban las entradas. Las casas formaban filas bien alineadas a fin de permitir que le fresco viento del mar soplara por las angostas callejuelas y aliviara el sofocante calor.
Las residencias de los más opulentos eran grandes y espaciosas. Rudimentarios sistemas de tuberías suministraban agua limpia a los baños. Igual de impresionante era la eliminación de desperdicios, que además era más avanzada que la de muchos países europeos de aquélla época. Enormes conductos, labrados en piedra, descendían en dirección al mar llevándose las aguas residuales a sumideros construidos muy lejos de las fuentes de agua limpia. Y las cisternas de piedra que abastecían de agua potable las casas contenían pequeños peces cuya dieta consistía en larvas de mosquito, de modo que se controlaba a los insectos picadores.
En el siglo XIX, de Lamu salian daus trasatlánticos cargados de marfil, aceite, semillas, pieles de animales, caparazones de tortuga, dientes de hipopótamo y esclavos de enormes cantidades. Sin embargo, la prosperidad de la isla decreció con el tiempo. La peste, los ataques de tribus hostiles y las restricciones impuestas al tráfico de esclavos redujeron la importancia económica de Lamu.
UN VIAJE AL PASADO
Hoy día, navegar al puerto de Lamu es como viajar al pasado. El viento, procedente de la gran expansión azul del océano Indico, sopla con constancia. Las tranquilas olas de color turquesa golpean rítmicamente sus playas de arena blanca.. Daus de madera, de diseño antiguo, se deslizan por la costa, y sus blancas velas triangulares los hacen parecer mariposas al viento. Se dirigen al puerto, cargados de pescado, fruta, cocos, vacas, pollos y pasajeros.
En el puerto, las palmeras que susurran con la cálida brisa dan un poco de sombra a los hombres que descargan los navíos de madera. El mercado es un hervidero de gente que intercambia sus mercancías. Los comerciantes no buscan oro ni marfil ni esclavos, sino plátanos, cocos, pescado y canastos.
A la sombra de un enorme árbol de mango, unos hombres trenzan largas sogas con fibras de agave sisal y remiendan las velas de tela que impulsan sus daus de madera. Las calles son estrechas y están llenas de gente que va en todas direcciones. Los mercaderes, vestidos de largas y ondulantes túnicas blancas, gritan y hacen ademanes desde sus abarrotadas tiendas, invitando a los posibles clientes a que entren y examinen la mercancía. Un burro se abre paso entre la multitud, tirando de una carreta de madera llena de pesados sacos de grano. Los lugareños se trasladan a pie de u sitio a otro de la isla, pues aquí no hay vehículos de motor para el transporte. Además, el único medio para llegar a la isla es el barco.
El tiempo parece detenerse al mediodía, cuando el Sol alcanza su cenit. Pocas personas andan por la calle bajo el calor abrasador, y hasta los burros se quedan inmóviles, con los ojos bien cerrados, esperando conseguir algún alivio del sofocante ambiente.
Conforme el Sol empieza a bajar y la temperatura desciende, la isla adormecida cobra vida otra vez. Los mercaderes abren de par en par las pesadas puertas de madera tallada para reanudar las ventas, y sus lámparas seguirá ardiendo hasta muy entrada la noche. Se ve a unas mujeres bañando a sus pequeños y frotándolos con aceite de coco hasta que la piel queda reluciente. Otras, sentadas sobre alfombrillas tejidas con hojas de palmera, empiezan a preparar los alimentos. Aquí se cocina todavía sobre fogatas al aire libre, y los platillos de pescado sazonado con especias aromáticas y arroz cocido con agua de coco son deliciosos. La gente es amigable, hospitalaria y sencilla.
A pesar de que Lamu ha perdido su antiguo esplendor, su cultura tradicional africana anterior al siglo XX continúa floreciendo en este lugar. El modo de vida de esta isla, bañada por el cálido sol tropical, ha permanecido igual durante muchos siglos, por lo que en ella se pueden visitar el pasado y el presente juntos. Ciertamente, Lamu es una singular sobreviviente de una época pasada, una isla perdida en el tiempo.
Oro, marfil, especias y esclavos... Africa lo tenía todo. Embelesados por los tesoros del continente y el deseo de explorar nuevas tierras, hombres intrépidos procedentes de países distantes se hicieron a la mar rumbo a la costa oriental de Africa. Emprendieron largos viajes, apiñados en los navíos, luchando contra mares turbulentos y fuertes vientos en busca de tesoros.
Hacia la mitad de la costa oriental africana, un pequeño grupo de islas, el archipiélago de Lamu, proporcionó a aquellos viajeros y a sus frágiles embarcaciones un puerto profundo y seguro protegido por arrecifes de coral. Allí pudieron reabastecerse de agua dulce y alimentos.
Para el siglo XV, la isla de Lamu se había convertido en un próspero centro de comercio y provisiones bien establecido. Los marineros portugueses que llegaron en el siglo XVI se encontraron con mercaderes acaudalados ataviados con turbantes y largas túnicas de seda. Por las estrechas calles caminaban mujeres perfumadas y engalanadas con pulseras de oro en brazos y tobillos. A todo lo largo del muelle descansaban embarcaciones con sus velas triangulares enrolladas, cargadas hasta los topes con bienes destinados a tierras extranjeras. Grupos atados de esclavos esperaban que los arrearan como animales a los daus (embarcaciones árabes de un solo mástil y vela triangular).
Los primeros exploradores europeos se sorprendieron de hallar un elevado nivel de higiene y de diseño arquitectónico en Lamu. Las viviendas que daban al mar estaban construidas con bloques de coral extraídos de mano de canteras locales; pesadas puertas de madera, exquisitamente talladas, guardaban las entradas. Las casas formaban filas bien alineadas a fin de permitir que le fresco viento del mar soplara por las angostas callejuelas y aliviara el sofocante calor.
Las residencias de los más opulentos eran grandes y espaciosas. Rudimentarios sistemas de tuberías suministraban agua limpia a los baños. Igual de impresionante era la eliminación de desperdicios, que además era más avanzada que la de muchos países europeos de aquélla época. Enormes conductos, labrados en piedra, descendían en dirección al mar llevándose las aguas residuales a sumideros construidos muy lejos de las fuentes de agua limpia. Y las cisternas de piedra que abastecían de agua potable las casas contenían pequeños peces cuya dieta consistía en larvas de mosquito, de modo que se controlaba a los insectos picadores.
En el siglo XIX, de Lamu salian daus trasatlánticos cargados de marfil, aceite, semillas, pieles de animales, caparazones de tortuga, dientes de hipopótamo y esclavos de enormes cantidades. Sin embargo, la prosperidad de la isla decreció con el tiempo. La peste, los ataques de tribus hostiles y las restricciones impuestas al tráfico de esclavos redujeron la importancia económica de Lamu.
UN VIAJE AL PASADO
Hoy día, navegar al puerto de Lamu es como viajar al pasado. El viento, procedente de la gran expansión azul del océano Indico, sopla con constancia. Las tranquilas olas de color turquesa golpean rítmicamente sus playas de arena blanca.. Daus de madera, de diseño antiguo, se deslizan por la costa, y sus blancas velas triangulares los hacen parecer mariposas al viento. Se dirigen al puerto, cargados de pescado, fruta, cocos, vacas, pollos y pasajeros.
En el puerto, las palmeras que susurran con la cálida brisa dan un poco de sombra a los hombres que descargan los navíos de madera. El mercado es un hervidero de gente que intercambia sus mercancías. Los comerciantes no buscan oro ni marfil ni esclavos, sino plátanos, cocos, pescado y canastos.
A la sombra de un enorme árbol de mango, unos hombres trenzan largas sogas con fibras de agave sisal y remiendan las velas de tela que impulsan sus daus de madera. Las calles son estrechas y están llenas de gente que va en todas direcciones. Los mercaderes, vestidos de largas y ondulantes túnicas blancas, gritan y hacen ademanes desde sus abarrotadas tiendas, invitando a los posibles clientes a que entren y examinen la mercancía. Un burro se abre paso entre la multitud, tirando de una carreta de madera llena de pesados sacos de grano. Los lugareños se trasladan a pie de u sitio a otro de la isla, pues aquí no hay vehículos de motor para el transporte. Además, el único medio para llegar a la isla es el barco.
El tiempo parece detenerse al mediodía, cuando el Sol alcanza su cenit. Pocas personas andan por la calle bajo el calor abrasador, y hasta los burros se quedan inmóviles, con los ojos bien cerrados, esperando conseguir algún alivio del sofocante ambiente.
Conforme el Sol empieza a bajar y la temperatura desciende, la isla adormecida cobra vida otra vez. Los mercaderes abren de par en par las pesadas puertas de madera tallada para reanudar las ventas, y sus lámparas seguirá ardiendo hasta muy entrada la noche. Se ve a unas mujeres bañando a sus pequeños y frotándolos con aceite de coco hasta que la piel queda reluciente. Otras, sentadas sobre alfombrillas tejidas con hojas de palmera, empiezan a preparar los alimentos. Aquí se cocina todavía sobre fogatas al aire libre, y los platillos de pescado sazonado con especias aromáticas y arroz cocido con agua de coco son deliciosos. La gente es amigable, hospitalaria y sencilla.
A pesar de que Lamu ha perdido su antiguo esplendor, su cultura tradicional africana anterior al siglo XX continúa floreciendo en este lugar. El modo de vida de esta isla, bañada por el cálido sol tropical, ha permanecido igual durante muchos siglos, por lo que en ella se pueden visitar el pasado y el presente juntos. Ciertamente, Lamu es una singular sobreviviente de una época pasada, una isla perdida en el tiempo.
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