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Día D / Breve viajea los orígenes del fado y del tango

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Breve viajea los orígenes del fado y del tango

Publicado 2009/09/12 18:23:01
  • Juan Carlos Ansin
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El tango nació mudo, con una melodía mezcla de habanera, milonga y candombe. Al principio bastaba tocarlo con guitarra, flauta y violín. Después vino el piano y con éste el bandoneón, instrumento que es alma del tango moderno.

Cuando uno desea observar el mundo que ha vivido, las historias con las que se ha cruzado y las vidas que tocó, no tiene más remedio que hacerlo como los baquianos o rastreadores, husmeando hacia el pasado, por aquí y por allá. Pero esto presenta un grave inconveniente, el de ir en el sentido contrario a la flecha del tiempo, de espaldas al futuro. Una marcha que no afecta a los realistas, a los que viven la vida con la balanza en la mano para pesar las cosas con la precisión que la razón les exige. Pero ir de espaldas hacia el futuro no es cosa fácil para soñadores, filósofos, poetas, artistas, taumaturgos y abuelos querendones.

Todos nacemos inacabados. Yo nací excluido del canto. Tan mal lo hago que cuando la inspiración me nace, casi siempre en la ducha, sólo me animo a tararear en un tono por debajo del nivel de la autocrítica. Todavía sigue siendo para mí un misterio indescifrable la transcripción sonora de siete notas en un pentagrama donde fusas y corcheas cumplen el mismo rol que el vuelo de las aves para los augures o el hedor del cadáver para los nigromantes. Me gusta la música. Tal vez por ese misterio que no pude romper a pesar de los intentos. Ahí suena sola mi guitarra andaluza cuyas cuerdas vibran al compás de la brisa que cada tanto sacude la deliciosa molicie de las tardes veraniegas del Valle de Antón.

Los años me van haciendo girar para ver de frente mi pasado. Desde el fondo de los días y de las noches transcurridas, más rápido de lo que hubiera deseado, escucho las primeras canciones que acunaron una infancia lejana, soleada y feliz, aunque no exenta de inesperados chaparrones tropicales, furiosos pero breves. Recuerdo a mi madre cantar tangos que acuden a mi memoria con una claridad senil humillante. La Morocha, Caminito, El sueño del pibe, un sueño futbolista que continúa siendo el de muchos mozalbetes “…Mamita, mamita, ganaré dinero/ Seré un Pedernera, un Labruna, un Lousteau/ Dicen los muchachos de Oeste Argentino/ Que tengo más tiro que el gran Bernabé…”.

Mis tías fueron más audaces y mientras bailaban con la escoba para distraerme de mis primeras penas por las largas ausencias de un padre navegando por los helados mares del Sur, cantaban, una imitando a Tita Merello y la otra a Libertad Lamarque, con voces tan chillonas que yo terminaba por escuchar con la cabeza metida entre almohadones.

Cuando la vida me apuñaló por la espalda, con una enfermedad de mi propia especialidad y en una corta madrugada me encontré de repente sin rumbo, sin barco y sin mar; durante las noches en vela, desde el balcón de mi casa veía salir el lucero del alba sobre un cielo sin horizonte. La estrella me traía con la premeditada puntualidad de los astros, la bella melodía de Carlos Eleta Almarán que yo invariablemente cantaba muy quedo para no desafinar y muy bajo para que ella me oyera mejor… “Ya no estás más a mi lado corazón/ En el alma sólo tengo soledad…”.

Ahora que “adivino el parpadeo de las luces que a los lejos van marcando mi retorno” final, me embriago con la dulce nostalgia misteriosa y seductora del fado. Esa melancólica música portuguesa nacida huérfana, como su hermano el tango y que, aunque los mismos genes expresen sentimientos iguales, ambos, fado y tango, poseen temperamentos distintos.

Del tango, uno de sus poetas más conocidos, Enrique Santos Discépolo, dijo con acierto que era un pensamiento triste que se baila. Yo me animaré a decir que el fado también es un pensamiento triste, pero nacido para ser cantado. Sus letras son verdaderos poemas líricos, algunos de altísima calidad, donde la nostalgia, la tristeza, el dolor y la esperanza se deslizan con la misma suavidad que las barcas por las oscuras aguas del Tajo.

El tango nació mudo, con una melodía mezcla de habanera, milonga y candombe. Al principio bastaba tocarlo con guitarra, flauta y violín. Después vino el piano y con éste el bandoneón, instrumento que es alma del tango moderno. Las primeras letras se adaptaron a la música sin mayores pretensiones que el relato de la vida en los arrabales; pasó luego a representar las pasiones, los deseos y los dolorosos sinsabores de una clase media etiquetada, por los de arriba y los de abajo, de “medio pelo”. Para el gaucho, ser rico era tener tropilla de un solo pelo, o todos caballos alazanes o todos zainos, nunca de “medio pelo”, mezclados con distintas razas. Sin embargo fueron los inmigrantes quienes elevaron el rango intelectual de las letras del tango. Homero Manzi autor de Malena, Barrio de Tango, Milonga sentimental y Sur, era descendiente de italianos. Osvaldo Pugliese por primera vez llevó al tango al teatro Colón.

Pero ¿de dónde viene el fado? Como el tango nació en el siglo XIX. Su origen continúa en el misterio, tal y como sucede con el arte nacido en la marginalidad y el bajo fondo, el de la gente pobre del campo o del mar. Como el del tango su mismo nombre: fado, permanece entre penumbras. Pinto de Carvalho dice que el origen del fado no puede ser otro que el mar, lo trajeron esclavos provenientes de Cabo Verde. Superado el arrabal, los círculos académicos, los mismos que lo elevaron al Olimpo de la Música Nacional, admiten que fado proviene de la locución latina fatum: destino. Otros, de mayor nivel aún, afirman que se trata de un lexema muy utilizado por al poeta mayor de los portugueses, Luis de Camoens y que en sus versos anidan los rasgos fundamentales del fado. “Con qué voz lloraré mi triste fado…” dice el bardo con la nostalgia propia de todos los fados. Una de sus intérpretes mayores, Amalia Rodrigues afirma que el fado es:…”Amor y celos/ Ceniza y fuego/ Dolor y pecado/ Todo esto existe/ Todo esto es triste/ Todo esto es fado.

El fado y el tango comparten también una mitología de lupanares y cuchillos. Pero mientras el tango tuvo en Borges a su mentor orillero y aunque su preterintencionalidad (digo yo) fuera la de crear una épica de este gaucho urbano, el cuchillero, similar a la del gaucho rural: Martín Fierro, las andanzas de las navajas arrabaleras en los lupanares de Lisboa han permanecido en el anonimato de los registros policiales, en espera de otro redentor de personajes ganados más por la fama de sus desgracias y fechorías que por el coraje de su redención o de la toma de conciencia de la sociedad que los creó.

Los poemas de Saramago, que en mi modesto leer y entender considero el Pessoa de la prosa lusitana, tan rica, tan variada, tan sustanciosa y volátil como las ondas del mar, que en su ir y venir fluyen para morir siempre en el mismo sitio. Saramago, para mí el mejor escritor vivo, narra como si estuviera hablando desde el lucero del alba. Va y viene sobre lo narrado, lo envuelve, lo abraza, lo acaricia y lo deposita con una ternura que nunca le abandona, para volver a retomarlo con la misma gracia pero con distinta perspectiva y hacerlo fluir nuevamente. Si el relativismo filosófico buscara un representante literario, allí está Saramago. Viendo siempre las cosas en relación al otro y desde los otros. Pues en él vive el viejo espíritu de los hombres solitarios que han navegado en el enriquecedor mar de la intolerancia y la incomprensión. No existe mayor soledad que estar en medio de multitudes enajenadas y que no encuentran la referencia geográfica del Otro, aquellos que nos hacen ser quienes somos, como bien lo dice el fado de Saramago que canta Mísia: “…Sólo sé que en mi destino/ Voy tras de lo que no sé/ Y que me siento cansada/ De pasos que nunca di…”

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El fado, como el tango y todas los movimientos artísticos que expresan los sentimientos de un pueblo, forjan la personalidad de un país, pero terminan donde nacieron, en el Hombre al que desvela una pena extraordinaria…

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