Cien años de eternidad
La primera vez que vi un libro en la televisión, una propaganda de libros, fue en Panamá y se trataba de “Crónica de una muerte anunciada”. Corría el año 1981, y nadie sabía que Omar Torrijos, gran amigo de Gabo, moriría ese mismo año.
Cien años de eternidad
La primera vez que vi un libro en la televisión, una propaganda de libros, fue en Panamá y se trataba de “Crónica de una muerte anunciada”. Corría el año 1981, y nadie sabía que Omar Torrijos, gran amigo de Gabo, moriría ese mismo año. Pero se me quedó el nombre del autor, y la imagen aquella de un tipo muerto boca arriba bajo una sábana blanca manchada de sangre. Aun conservo el ejemplar de la colombiana editorial Oveja negra.
Tiempo después le dieron el Nobel. Fue a recogerlo vestido raro, la imagen la tengo nítida en el recuerdo, como en los tiempos de antes. Tiempo después, supe que se trataba del traje típico de lino que se lleva en Colombia, una de sus conspiraciones para aquellos días en que la solemne Academia sueca se fijó en la desmesura tropical y mágica que es la narrativa de Gabriel García Márquez.
En esos días de fiesta en Estocolmo, lo vi hace meses, una reportera española le preguntó a Gabo que si ese día de la entrega del Nobel era el más importante de su vida, a lo que el escritor le respondió que no, “el día más importante de mi vida fue el día en que nací”. Me pareció que el origen lo es todo y que las victorias y las derrotas solo pueden calibrarse a la luz de aquella fecha en que nos parió nuestra madre. Una verdad simple pero que en boca del Nobel de Literatura del año 1982 me hizo valorar todavía más la crianza, la memoria y la herencia de mi tierra.
García Márquez fue muy amigo de Omar Torrijos. El miedo a volar del escritor, que era muy conocido, solo se aliviaba de una forma según el propio General: volando con él y una cantimplora de whisky. Por aquí estuvo muchas veces y sabemos que lamentó como el que más la perdida de ese amigo que le invitó a ser testigo de la firma de los Tratados que devolvieron la soberanía del Canal de Panamá a sus legítimos dueños.
Tristeza. Vacío. Sobre todo, silencio. A sí me sentí, a sí me siento mientras escribo estas líneas bajo un cielo gris, neblinoso -un día raro-, decía Marga Collazo, mi mujer, un día gallego enlutado, convocante de presencias macondianas, un día de realismo mágico típico de García Márquez.
Mario Vargas Llosa lo elevó para siempre a la categoría de “deicida”, creador omnipotente y en cuya omnisciencia jamás se dejó ver el autor. Narrador de prodigios cotidianos, exuberante buscador de adjetivos, Gabriel García Márquez nos dejó, no solo historias, sino personajes que nunca se olvidan, que te persiguen para siempre por el laberinto de la memoria: Úrsula Iguarán, Aureliano Buendía, Santiago Nasar, Isabel viendo llover… a la dicha de perdernos por brillantes historias nos sumó en herencia la compañía de sus personajes.
Desde “La hojarasca”, esa joya faulkneriana, hasta “Memoria de mis putas tristes”, homenaje kawabatiano, pasando por esa fiesta eterna que es “Cien años de soledad”, Gabriel García Márquez es hace tiempo, y lo será ya para siempre, eterno.
En esa eternidad literaria, está el hombre, el ser humano. Cuando hablaba de su obra decía que en ella había volcado, sobre todo, su infancia. El tejido profundo de lo que contaba remitía siempre a sus años de Aracataca, a sus primeros días colombianos. Lo universal no se crea por construir historias lejos de la propia tierra, se construye trabajando la materia prima con precisión quirúrgica, con una paleta bien cargada de colores que nos alejen de la grisura localista.
Sí, el primer día de estos cien años de eternidad, es un día raramente triste. Me siento a ver el neblinoso día para entrar en un monólogo, como Isabel, un monólogo que me ha llevado sin remedio a recordar aquella tarde remota en la que abrí por primera vez “Cien años de soledad” para no volver a estar solo nunca.