La inmortalidad de la hoguera
- Ernesto Endara (Escritor)
“Las ideas son sólo sombras de la verdad” Giordano Bruno
Giordano Bruno, hasta su nombre tiene apetencias de mármol, sabor de mártir bizarro que, ante sus enemigos, se somete al sacrificio con indiferencia y desprecio en los ojos.
Apenas conocí los preliminares de la vida de Giordano, quedé atrapado en una admiración sin condiciones. Quise sus circunstancias, la materialidad de sus condiciones físicas: su metro setenta de estatura, los sesenta y un kilos de su peso y su burlón y altivo su rostro. Rastrillé con la imaginación sus hábitos y deshábitos; repetí sus viajes ilusionado con descubrir sus huellas; escuché a sus amigos y sentí arqueos ante sus enemigos; probé sus dietas (pastas al óleo); lo acompañé en su celda, hasta el techo de ideas y coraje. Yo también fui prisionero, pero no como él, yo no fui tan inocente. Donde más escarbé fue en la hortaliza de su cerebro y quedé deslumbrado. Grabé el valiente gesto ante sus jueces y sus palabras: «Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla». Finalmente, asistí como espectro del tiempo al sacrificio de su vida indomable.
Giordano Bruno nació en Nola (Nápoles) en 1548 y murió quemado por orden de la Inquisición en el Campo de Fiori en Roma, el 17 de febrero de 1600.
Resulta difícil encasillarlo en alguna corriente filosófica. Alguna vez se inclinó por Aristóteles, pero lo consideran neoplatónico. Para mí (que estoy unido a su cauce) es panteísta: «uno solo es inmutable, eterno y dura para siempre, uno y el mismo consigo mismo». Fue ecléctico, no por comodidad sino por ansias de digerir todas las corrientes. Alguna que otra vez se contradijo, dándonos así una prueba de su sentido libertario.
John Kessler lo captó bien: “Bruno quiso un dios cuya majestad dignificara la majestad de las estrellas. No inventó ninguna triquiñuela metafísica ni provocó ningún cisma sectario. No estaba jugando a la política. (…) pasó por el fuego de los refinadores para que el mundo pudiera lograr seguridad ante el despotismo del salvaje eclesiástico del siglo XVI. Sufrió una muerte cruel y logró una fama única de mártir. Se ha vuelto la coartada más difícil de una Iglesia que pudo sacarse de encima el caso de Galileo con una suave y condescendiente explicación. Bruno se le atraviesa en la garganta”.
Con esta columna me arrimo suavemente a conversar con mi admirado Giordano a la luz y calor de la hoguera que lo hizo inmortal.
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