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El mundo batalla contra la desigualdad y la corrupción

A medida que las protestas se vuelven más frecuentes, son más conflictivas, más visibles y más propensas a repetirse cuando las demandas no son cumplidas. El resultado podría ser que los levantamientos populares se vuelvan simplemente parte del paisaje.

Declan Walsh y Max Fisher - Publicado:

Protestas por aumento en tarifas del metro se volvieron mortalmente violentas en Santiago de Chile. Foto/ Tomas Munita para The New York Times.

Londres — En Chile, el detonador fue un aumento en las tarifas del metro. En Líbano, fue un impuesto a las llamadas por WhatsApp. En India, fueron las cebollas.

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Artículos menores de impacto al bolsillo se volvieron el centro de la furia popular en todo el planeta en semanas recientes, al tiempo que ciudadanos frustrados llenaban las calles para realizar protestas inesperadas que tomaron energía de una creciente frustración con una clase de élites políticas vistas como irremediablemente corruptas o totalmente injustas, o ambas cosas. Se dieron después de manifestaciones masivas en Bolivia, España, Irak y Rusia, y las ocurridas antes de éstas en República Checa, Argelia, Sudán y Kazajistán, en lo que ha sido una racha constante de disturbios en los últimos meses.

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A primera vista, muchas de las manifestaciones estuvieron vinculadas por poco más que tácticas. Semanas de incesante desobediencia civil en Hong Kong establecieron el machote para un enfoque confrontacional impulsado por demandas enormemente diferentes. Sin embargo, en muchos de los países inquietos, los expertos distinguen un patrón: un alarido más fuerte de lo usual contra las élites en países donde la democracia es causante de decepción, la corrupción es vista como descarada, y una diminuta clase política vive pretenciosamente mientras la generación más joven batalla para sobrevivir.

“Esta nueva generación no apoya lo que ve como el orden corrupto de la élite política y económica en sus propios países”, dijo Ali H. Soufan, director ejecutivo de The Soufan Group, una consultoría en inteligencia de seguridad. “Quieren un cambio”.

Pocos estaban tan sorprendidos como los líderes de esos países. El 17 de octubre, el presidente de Chile Sebastián Piñera presumió que su país era un oasis de estabilidad en América Latina. “Estamos listos para hacer todo para no caer en el populismo, en la demagogia”, declaró en una entrevista publicada en The Financial Times. Al día siguiente, manifestantes atacaron fábricas, incendiaron estaciones del metro y saquearon supermercados, finalmente obligando a Piñera a desplegar tropas. A la semana, al menos 15 personas habían muerto, y un nervioso Piñera había hablado de “una guerra contra un enemigo poderoso e implacable”.

En Líbano, el Primer Ministro Saad al-Hariri había sobrevivido a recientes revelaciones de un regalo de 16 millones de dólares a una modelo de bikinis, una acción que, para algunos críticos, encarnaba a la clase gobernante de Líbano. Luego, el 17 de octubre, anunció el impuesto a las llamadas por WhatsApp. Décadas de descontento por la desigualdad, el estancamiento y la corrupción hicieron erupción, llevando a una cuarta parte del país a eufóricas manifestaciones contra el Gobierno con cantos de “¡Revolución!”.

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Con altos niveles de deuda pública y alto desempleo, Líbano parece incapaz de proporcionar servicios públicos básicos como electricidad, agua potable o servicio confiable de Internet. Las medidas de austeridad han vaciado a la clase media, mientras que el 0.1 por ciento más rico de la población —que incluye a muchos políticos— gana una décima parte del ingreso nacional, gran parte de esto, dicen los detractores, al saquear los recursos del país.

El 21 de octubre, Hariri desechó el impuesto planeado, anunciando un apresurado paquete de reformas para rescatar a la debilitada economía y prometiendo recuperar la confianza pública. Pero no fue suficiente. El martes de la semana pasada, Hariri anunció que él y su Gabinete renunciarían.

Las protestas se han acelerado al tiempo que diversos factores han convergido: una economía global en desaceleración, vertiginosas brechas entre ricos y pobres, y una nueva e inquieta generación efervescente con ambición frustrada. Además, la expansión de la democracia se ha estancado a nivel global, dejando frustrados a los ciudadanos.

Sin embargo, a medida que crecen los movimientos de protesta, sus tasas de éxito se están desplomando. Hace apenas 20 años, el 70 por ciento de las protestas que demandaban un cambio político sistémico lo lograron, cifra que estuvo creciendo firmemente desde los años 50, de acuerdo con un estudio realizado por Erica Chenoweth, politóloga de la Universidad de Harvard. A mediados de la década del 2000, esa tendencia dio marcha atrás. Las tasas de éxito ahora se ubican en el 30 por ciento, señaló el estudio, una caída que Chenoweth calificó de impactante.

A medida que las protestas se vuelven más frecuentes, pero más probable que fracasen, se vuelven más conflictivas, más visibles y más propensas a repetirse cuando las demandas no son cumplidas. El resultado podría ser que los levantamientos populares se vuelvan simplemente parte del paisaje.

En países donde las elecciones son decisivas, como EU y Gran Bretaña, el escepticismo sobre el viejo orden político ha producido resultados populistas, nacionalistas y antiinmigrantes en las urnas.

“En otros países, donde la gente no tiene voz, surgen protestas masivas”, dijo Vali Nasr, ex rector de la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de Johns Hopkins en Washington.

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Algunos expertos dicen que la racha de protestas globales es demasiado diversa para atribuirles un solo tema.

Sin embargo, dentro de algunas regiones, las protestas a menudo son similares. En Medio Oriente, la zozobra ha atraído comparaciones con los levantamientos de la Primavera Árabe del 2011. Pero los expertos dicen que las recientes protestas son impulsadas por una nueva generación que se preocupa menos por las viejas divisiones. En lugar de pedir la cabeza de un dictador como lo hicieron muchos árabes en el 2011, los libaneses han acusado a toda una clase política.

“Están robando y fingen que no”, dijo Dany Yacoub, de 22 años, mientras protestaba en Beirut. Estudió para ser maestra de música, pero señaló que no encuentra empleo porque se necesitan contactos políticos.

Muchos árabes se han mostrado recelosos de las protestas populares desde los levantamientos de la Primavera Árabe, prestando atención a las advertencias de los líderes autoritarios de que cualquier alzamiento podría llevar a sus sociedades al mismo caos violento que Libia, Siria o Yemen. Pero la reciente ola de protestas en Líbano, Egipto e Irak —así como revueltas que derrocaron a dictadores en Argelia y Sudán este año— sugieren que el muro de miedo empieza a derrumbarse.

Vivien Yee, Hwaida Saad, Jeffrey Gettleman, Nicholas Casey y Rick Gladstone contribuyeron con reportes.

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