Corría la sangre por su cuerpo
- Rómulo Emiliani
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- - Publicado: 11/8/2018 - 12:00 am
Eran las tres de la tarde y el Cristo colgado del madero, dando un fuerte grito expiró. La oscuridad reinó en toda la tierra, el velo del templo se rasgó, muchas tumbas se abrieron y la gente cabizbaja, dándose golpes de pecho, abandonaba el escenario, adonde se reunía la humanidad entera, la de todos los tiempos, que contemplaba el cuerpo muerto del inocente y verbo encarnado, con las manos manchadas de sangre, porque todos tuvimos que ver con su muerte por asesinato. Todos somos culpables, todos allí gritábamos "Crucifícalo" y lo acompañamos al Calvario, por esas calles de piedras de la Jerusalén rebelde y pecadora, burlándonos del Cordero llevado al matadero, empujándolo y escupiéndolo, gozándonos cuando caía rostro en tierra, y a duras penas se levantaba, para caer nuevamente por el peso de la cruz de nuestras maldades. Y al llegar al Calvario, los clavos en sus manos y pies, la corona en las sienes, la asfixia que lo ahogaba, el cuerpo colgado de lo alto, se desangraba y exclamaba: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen".
Corría en esa cruz la sangre de Cristo por todo su cuerpo, como río desbordado empapando la tierra y desde allí inundando las montañas y los mares, las ciudades y los pueblos, los desiertos y los valles, a los niños, ancianos, jóvenes y adultos, a los buenos y los malos, a los santos y perversos, y a todos los seres creados, los planetas y sistemas solares, las galaxias y constelaciones, y se extendía por todo el universo. La redención se hizo cósmica para todos los que han existido y existirán, y se sigue extendiendo esa sangre roja como sol brillante, que va transformando la muerte en vida, el llanto en alegría, el dolor en gozo intenso. Sí, estamos siendo salvados, rescatados de las tinieblas más profundas, y llevados en las manos del Nazareno Crucificado y Resucitado, quien recapitula todo en Él, al corazón del Padre misericordioso, del Dios bueno y santo. Descienden de la cruz el cuerpo vilmente lacerado, abundado en múltiples heridas con su rostro golpeado. Es el rostro del varón de dolores, rebosante de la paz del que ha cumplido una misión, la más grande del mundo, la de ofrecer su vida para salvarnos, pagando el precio del rescate con su propia sangre. Su madre lo recibe, lo abraza con ternura, recordando cuando era niño y le cantaba canciones de cuna. Todo lo que existe se tornó en luto y la madre besa el rostro ensangrentado del hijo y sus mejillas y sus labios, su manto y su túnica, quedan empapadas de la sangre redentora, la misma que ella le dio cuando estuvo en su vientre virginal. Allí están, solos ante un mundo de hombres y mujeres que se retiran, les dan la espalda, lamentan lo que pasa, pero no se arrodillan y piden perdón de sus pecados. No la acompañan en este trance tan doloroso como inhumano. Simplemente se van y por eso la soledad de la madre. Pero al tercer día Él resucitó, y María y todos nosotros recibimos su abrazo y con Él resucitaremos. / Monseñor.
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