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El mito de la "tercera fuerza"
Lineth RodrÃguez - Publicado:
Comentaristas superficiales insisten en repetir que la política panameña se caracteriza por un supuesto bipartidismo.Históricamente, eso es una falsedad.Antes de 1968, en el debate político y la competencia electoral participaba una pluralidad de corrientes, aglutinadas en varios partidos y en variopintas coaliciones para enfrentar temporalmente a algún adversario común.Más cerca de la actual realidad, en 1994 los comicios se realizaron entre un plural número de partidos, sin que ninguno representara más de un tercio de los votantes.En esa oportunidad, junto al oficialismo arnulfista y el PRD, se destacó una tercera agrupación, el Papa Egoró, pero también intervinieron otros partidos.A su vez, en 1999 la competencia se redujo a tres contrincantes, por efecto del reagrupamiento de varios partidos disímiles en dos alianzas.Sin embargo, a finales de los años 90 -así como antes del "68- tales coaliciones más se aglutinaron en pos de las mieles gubernamentales que por compartir una propuesta programática.Enseguida del cambio de poderes, no pocos aliados cambiaron de toldas, sin reparar en que en dichas elecciones se habían dirimido dos propuestas de país completamente disímiles.Como los hechos lo han demostrado, el heterogéneo amasijo político que hoy se reparte el gobierno no está aglutinado por un programa común sino, como las moscas, para compartir las delicias del pastel presupuestario.Tanto en el "94 como en el "99 tuvo mayor o menor presencia un tercer aspirante, además del PRD y el arnulfismo, que últimamente han sido los dos principales contrincantes (como en otros tiempos lo fueron el liberalismo o la Coalición Patriótica).Pero en ambas oportunidades ese tercer participante ha tenido muy diferente identidad.No hay nada comparable entre el Papa Egoró de 1994 y la opción electoral de Alberto Vallarino en 1999, y mucho menos con la de su legatario Guillermo Endara para el 2004.No hay nada en común.El Papa Egoró fue un movimiento que no llegó a concretar una oferta programática duradera, pero que circunstancialmente congregó a un segmento social que había perdido motivos de identificación con el PRD de aquella época.En contraste, cinco años después, la candidatura de Alberto Vallarino fue un desgajamiento del tronco arnulfista, adornado con cierta aristocrática aureola de capacidad gerencial.Sus simpatizantes nada tuvieron que ver con quienes antes habían secundado el proyecto fugazmente tejido alrededor de Rubén Blades, quien en 1999 avaló sin mayor relevancia a Martín Torrijos.Y mucho menos tiene que ver con la actual candidatura de Guillermo Endara, quien ese año apoyó a Mireya Moscoso y ahora aparece como un segundo desprendimiento del carcomido tallo arnulfista, pero ya sin aquel halo de capacidad gerencial.En otras palabras, ni Vallarino ni Endara han representado una tercera vertiente o fuerza, sino sucesivos agravamientos de la crisis que sigue desgarrando al arnulfismo, como fantasma de una vieja cultura política que ya nada puede ofrecer.La crisis resultante de la pérdida de sus objetivos originarios y la falta de cualquier perspectiva de renovación programática y generacional.Al contrario, en el lapso que media entre su derrota de 1999 y la actualidad, el PRD tuvo una sustancial transformación.Asumió que muchas de sus grandes metas y consignas históricas -como aquella de "un solo territorio, una sola bandera"- estaban cumplidas, que ahora hay otras demandas sociales por atender, y de que los pasados errores nunca deberán repetirse.En consecuencia, encaró la necesidad de ponerse al día trazándose nuevos objetivos, programa, estructura organizativa, estilo y liderazgo, a través de un ejercicio de amplia participación de sus miembros de a pie e, incluso, de muchos ciudadanos sin filiación partidaria.La vigencia de dos, tres o más partidos depende de que otros, igualmente, asimismo sean capaces de hacerlo.Como organizaciones sociales, los partidos son organismos vivos, que cada día deben ser capaces de reproducir su propia identidad y existencia.Viven en la medida en que son capaces de volver a representar grandes expectativas sociales y de captar la confianza y la participación de los contingentes humanos interesadas en realizar esas expectativas.Esto sólo puede hacerse ejerciendo determinada cultura política, es decir, por medio de las prácticas y valores, de los hábitos, métodos y estilos del comportamiento político acostumbrados para determinada época y circunstancias.Parte de esa renovación consiste, precisamente, en la perspicacia de reconocer cuándo una cultura política ya se agotó, y en la capacidad de proponer la construcción de otra que haga mejor pareja con los nuevos tiempos, sensibilidades y demandas.Panamá está al término de una de esas transiciones históricas, donde la vieja cultura política aún enturbia el escenario con sus últimos exabruptos de ahogado, mientras un pueblo hastiado exige remplazarla.En esta transición, el nuevo liderazgo del PRD se abre paso entre los escombros y empezó a tomar una visible delantera.Esta es su fuerza.