El real no estaba sucio
El real no estaba sucio
Para el día 16 de julio del año 2003 publiqué, en este periódico, un artículo que intitulé: “El real no estaba sucio”. Muchas fueron, en ese entonces, las llamadas de docentes y directores de escuelas que, por el contenido ético y moral que encerraba su contenido, el alto grado de motivación y de inspiración que connotan cada uno de sus párrafos, me solicitaron diera conferencias en los colegios y les hablara de este artículo. Recuerdo que accedí, gustosamente, y disfruté cada hora que estuve con los estudiantes hablando del tema y explicándoles del por qué causa o razón el real no estaba sucio. Ahora, luego de 22 años y meses, reedito ese mismo artículo y por estimar que no ha perdido vigencia alguna, pláceme compartirlo con los amables lectores, tratando de mantener su mismo sentido y contenido. “Hoy, cuando sobre la Patria amada se ciernen tantos actos de corrupción, y hombres que ocupan altos cargos en el gobierno son acusados de perpetrar delitos contra la Administración Pública, traigo a mi memoria aquella vivencia que, en el momento en que sucedió, tan sólo supe decirme: ¿Por qué mi padre es tan malo?”. Si embargo, mirando hacia el pasado que abriga a mis años de infancia, comprendo cuánto me amó mi padre. Y es que, como bien me lo enseñó, no podemos ir por la vida tomando lo que no nos pertenece, poseyendo lo que es de otros, viviendo cómodamente con dineros y bienes que no nos hemos ganado con sudor, trabajo, estudio y sacrificio. Seguido, relataré la vivencia personal, propia de mis años de infancia, que espero sea de reflexión para quien nos honre con su lectura. Tendría si acaso como nueve años de edad. Principiaba la década de los 70. Era un momento intenso, propio de aquellos veranos, como los de hoy (pues nada ha cambiado, que cambio climático ni qué cambio climático de nada), o como dice la décima “Tata la tierra está dura” (Min Acevedo) y que dejan mustio nuestro suelo y no podía resistir, por un momento más, las ganas o el deseo de tomarme una "rompe pecho". El bolsillo no me acompañaba. El sol estaba más caliente que nunca. Me encontraba triste y solitario en medio de la gran plaza en la que, para ese entonces, se hacían las grandes corridas de toros. Pasadas las festividades del 28 de noviembre, en las inmediaciones de los toldos, ya los otros muchachos, ganándome la partida, habían recogido todas las botellas que, luego, cambiarían por un real en la agencia de la embotelladora que justo quedaba enfrente de la casa de Mario Núñez (q.e.p.d.), mi grande amigo. De pronto, pasó un señor muy galano, me sonrió y le sonreí. Me dije: "Esta es la oportunidad", y sin meditarlo mucho le pedí, así por así, me diera un real. Sin exigirme, aquel caballero, explicación alguna, me entregó un real. Tal vez leyó en mis ojos la ansiedad de un niño cuando quiere un dulce o que le compren unas canicas, tomarse una soda, como era mi caso, en fin. Buen lector fue mi amigo, buen día en que pude encontralo. Aún tengo bien claro el recuerdo de aquella moneda: era muy nueva, hasta brillaba de limpia. Corrí a la tienda y pedí la soda. Me la bebí sin parar, de un solo trago. ¡Cómo la disfruté!. Llegué a casa eructando y con ruidoso tronar, botando los gases. Me burlaba de mis hermanitos y ellos que morían de la envidia. Viene la parte mala, la tragedia. Mi papá, quien observaba de cerca aquella escena de alegría y de mofas, no vaciló en cuestionarme, inmediatamente, en torno a la compra de la soda. Raudo, le di la respuesta propia de la mentira. Respondí que el real me lo había encontrado en la calle, por allí cerca de los antiguos transformadores de luz. Rápido mi padre también, me tomó del brazo derecho y sin decirme nada se dirigió a la tienda del chinito Libá (tal vez se escribiría Lee Haung o Lee Fan), pero se pronunciaba así. No me supe defenfer, sino que empecé a llorar, a lo que mi padre dijo: "¿Por qué llora mi hijo?". Exclamé desesperado: "¡Yo solo quería tomarme una soda!", pero aún no decía toda la verdad. Llegados a la tienda, le dijo al chinito Libá que le enseñara el real con el que había pagado su hijito la soda. El chinito, para desgracia mía, se lo entregó. Aún estaba el real sobre aquella maquinita que cuando abría sonaba una campanita y como, al parecer, no habían ido muchos a la tienda, solo esta mi real o el real pedido y no trabajado. Mi padre lo tomó y dijo: "Pero este real está muy limpio, ¿cómo es que se lo encontró en la calle mi hijo?" Volvimos a la casa, yo seguía sin decir nada y mi padre con un rostro de piedra que me asustaba. Entrados al cuarto donde vivíamos en aquella Matuna de mi infancia, tomó la vieja correa con que ceñía sus pantalones y dijo: "Mire mijito, este rejazo es para que aprenda que cuando algo se quiere en la vida se trabaja, se suda y se gana y, este otro, para que aprenda que uno no puede ir por la vida pidiendo sin tener derecho a nada". Así dichas las cosas, se pensará que fueron tan solo dos rejazos. No, no fue así. Por el rigor y la intensidad de esos correazos, confieso que los sentí como si hubieren sido muchos. Nunca olvidaré la lección que me dio mi padre. Me la he venido repitiendo permanentemente. Siempre he trabajado por lo que he querido y deseado en la vida. No siempre se logra lo que se quiere, pero hay satisfacción en decir: "Lo intenté". Entiendo que el trabajo dignifica al hombre cuando se actúa con honestidad y decencia. "Pena da robar", solía decir mi padre. Y mi madre que, frunciendo el ceño, lo secundaba. A la Patria se le sirve con sentida devoción y profundo cariño. No debe hombre alguno servirse de la Patria. Para con ella tenemos un cúmulo de deberes y obligaciones, pues cuando juramos ante el altar de la Patria siempre le prometemos: "Amarla, respetarla y defenderla como símbolo sagrado de nuestra nación". A la Patria se le dignifica, no se le despotrica; se le construye, no se destruye; se enaltece, no se desmerece; a la Patria se le alaba y no se le malogra. Los escándalos que, a diario, se escuchan en nuestro medio, dejan mucho que decir del concepto, sentido y alcance que los panameños venimos manejando de la palabra Patria. Y es que cuando hablamos de Patria no estamos refiriendo una palabra hueca o vacía de contenido y materialidad; por el contrario, contiene los sentimientos más profundos de la nacionalidad de un pueblo, las esperanzas más sentidas de toda una población que se halla unida y vinculada por lazos afines de cultura, folklore, idiosincrasia, costumbres, etc. La Patria traduce el espíritu de un pueblo que se encuentra hermanado por fines y metas comunes. Ser patriota, en consecuencia, es ser hombre amante de la Patria, defensor de ella, orgulloso de ser o pertenecer a una. Los que no tienen patria se llaman apátridas, carecen de nacionalidad. Quienes destruyen los sentimientos de la Patria terminan siendo víctimas de las propias acciones que como innobles hijos de la nación han desenvuelto. Los que desde el Gobierno ejercen cargos públicos se encuentran en el sagrado deber de hacer que sus conductas, acciones y comportamientos se ajusten a enaltecer a la Patria. Quienes desde las candidaturas partidistas vienen luchando por impulsarse ante la sociedad como los que pueden hacer algo bueno por la Patria, una vez hayan alcanzado el triunfo político, también tienen el deber ineludible de honrarla en sus discursos e intervenciones públicas. Ojalá todos podamos decir que el real que cargamos en nuestros bolsillos "no está sucio". Que ha sido ganado en buena lid y trabajo. Quienes no ejercemos cargos de ninguna naturaleza en el Gobierno, ni somos candidatos a nada, debemos siempre tener presente el profundo fervor de salir a defender la Patria cada vez que alguno de sus hijos la mancille, denigre, malogre, vilipendie u ofenda. Como juristas lo hemos hecho y lo seguiremos haciendo. Sabemos que la Patria está agradecida y que nos tiene como buenos y nobles hijos. Nuestro deber es hacer las cosas bien. Cada vez que decimos: "Por Panamá primero", lo que en el fondo decimos es: "Por nuestros hijos, mujeres, madres, padres, por ellos básicamente". No se trata de firmar pactos o convenios de decencia o de ética política, si acaso en el corazón y en la mente de sus suscriptores anida la perversión y el embrión de la corrupción. Lo que verdaderamente se requiere es la transparencia y la moral avalada por una vida digna de ser imitada por otros. "Res non verba", decían los latinos: "hechos y no palabras". ¡Dios bendiga a la Patria!