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La caída de la Casa Dingler

Meses después de esa tragedia familiar, el eco lúgubre de las campanas de la muerte sonarían de nuevo en los oídos de ese padre conmovido; el turno ahora era de ese hijo, arrancado muy tempranamente por la enfermedad del trópico. Siguió Dingler afanoso en sus tareas, tal vez como terapia incomprendida para superar su duelo y su dolor.

Arnulfo Arias O. - Publicado:

Jules Isidore Dingler ocupó el cargo de Director General de la Compañía Universal del Canal Interoceánico de Panamá desde el año de 1883 hasta el verano de 1885. Un hombre entrado en los cuarenta, de porte menudo, calvo y portando consigo el temple de una gran determinación de lograr los objetivos en los que otros habían fracasado antes que él.

Su determinación temeraria lo llevó a declarar, al poco tiempo de su arribo a Panamá, que "solo los borrachos y las personas de vida disipada se contagiaban de fiebre amarilla y fallecían por esa causa"; palabras que lamentaría, sin duda, haber pronunciado.

 

 

 

 

 

 

 

Durante el primer año de gestión, Dingler se dedicó por completo a su trabajo, a la tarea de sanear las finanzas y la administración de la cuestionada compañía. Aunque mucho se habló de sus extravagancias y de sus exorbitantes lujos, a costa de la empresa, la verdad es que su dedicación valía cada centavo recibido y que nada podía ser suficiente al fin para compensarlo por las grandes pérdidas sufridas en su vida personal durante su gestión al frente de la construcción de la gran obra del Canal Francés.

 

 

 

 

 

 

Entre 1881 y 1889, periodo de la construcción del Canal Francés, se estima que el número de víctimas pudo superar las 22,000 almas. No sin algo de razón, se denominó a Panamá como "la tumba del hombre blanco", por la enorme cantidad de personas que morían a diario a causa de la fiebre amarilla, la desintería, la malaria, el cólera, entre otros grandes males que cabalgaban el oscuro potro de la muerte en este suelo nuestro.

El ardiente entusiasmo de Dingler lo llevó a traer confiadamente a Panamá a toda su familia, compuesta por madame Dingler, una hija de 18 años y su prometido, y un hijo de 21 años de edad. En un principio, la vida de la familia fue idílica en medio de la selva exuberante, la naturaleza primitiva, los paseos a caballo y las excursiones a las colinas colindantes del área de la ciudad de Panamá.

Pero pronto cambió el rumbo de ese sueño idílico, y la realidad de los peligros y las pesadillas de este trópico se hicieron evidentes para Dingler. A los pocos meses después de su arribo, su hija presentaba ya los síntomas muy evidentes de la fiebre amarilla; una verdadera sentencia de muerte anticipada en ese entonces.

Con el corazón partido, y una gran nube de tristeza, Dingler se dedicó puntualmente a sus oficios, sin faltar a ellos ni siquiera por el luto a que tenía derecho cualquier hombre que pierde a un hijo. Meses después de esa tragedia familiar, el eco lúgubre de las campanas de la muerte sonarían de nuevo en los oídos de ese padre conmovido; el turno ahora era de ese hijo, arrancado muy tempranamente por la enfermedad del trópico. Siguió Dingler afanoso en sus tareas, tal vez como terapia incomprendida para superar su duelo y su dolor.

El compromiso del futuro yerno con su hija fallecida había sido disuelto ya por el destino; pero ese destino, en ese mismo año, arrastró también al otro mundo al joven ese que, lleno de esperanza, encontró su tumba en Panamá en vez del prometido altar del matrimonio.

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En el año de 1884, madame Dingler fue también tocada por el dardo irreversible de la fiebre colorida, y encontró la Gran Verdad en este territorio inhóspito. Desolado, y comprimido el pecho por dolor indescriptible, Dingler finalmente se decide abandonar la tierra en la que habría enterrado a toda su familia. En un gesto de esos que describen el alcance de los grandes sufrimientos de los hombres, Dingler llevó a todos sus preciados caballos a algún risco cercano a la ciudad y, uno a uno, los sacrificó, impartiéndoles descanso eterno en nuestro suelo.

Por largo tiempo, enmudecida, en las laderas del Ancón, se levantó la hermosa Casa Dingler, construida para el ingeniero y su familia, que al fin no la llegaron a ocupar jamás.

Abogado.

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