"Las cacerolas" en Argentina
Publicado 2001/12/31 00:00:00
- MEREDITH SERRACIN
La democracia es frágil, y buena prueba de ello es lo que en este momento está ocurriendo en la Argentina. Nuevamente un gobierno democráticamente electo se desplomó, no ante las botas de los militares, sino ahuyentado por las cacerolas de la protesta popular contra una economía en picada. El actual sentido de la palabra "populismo", que la prensa utiliza ahora para calificar al gobierno provisional de Adolfo Rodríguez Saá, es apenas un sutil sinónimo de "fascismo", que es lo que muchos argentinos temen esconde la derecha del peronismo y de los líderes gremiales más demagógicos que instan para que el exgobernador peronista de la pequeña provincia de San Luis permanezca en la Casa Rosada hasta el 2003.
George W. Bush anunció en una rueda de prensa que "se mostraba dispuesto" a iniciar gestiones con el nuevo gobierno, presumiblemente, para conformar un plan de rescate financiero, a pesar de que mantuvo un silencio sepulcral durante las dos últimas semanas en que agonizaba de la Rúa. No obstante, Bush reiteró la "línea dura" esbozada por su secretario del Tesoro, Paul O"Neill: "La clave para la Argentina es que deben ordenar sus finanzas, ordenar su política monetaria y desarrollar un plan que demuestre vitalidad y crecimiento económico. Tienen mucho por delante. Pero todos los que estamos preocupados por la Argentina estamos dispuestos a trabajar juntos para ayudarles a realizar la obra". En tanto, el ministro español de Asuntos Exteriores, Josep Piqué, que viajó a Buenos Aires en medio de la crisis, abandonó "preocupado" Argentina, tras una visita de 36 horas, "porque la situación es muy seria y difícil" y por la incertidumbre de las medidas adoptadas por el Gobierno que dirige Rodríguez Saá. Piqué recomendó a las empresas españolas con intereses en Argentina que tomen medidas para asumir los costes de la crisis y "ajusten sus comportamientos", porque "todas van a tener que pagar los costes". Piqué sostiene que sólo se pueden apoyar medidas heterodoxas "si vemos el final de la película".
Las primeras reacciones populares desde Buenos Aires no fueron reconfortantes para Washington o los sectores financieros de Wall Street. El presidente del Banco Central, David Expósito, presentó su renuncia después de indicar que el nuevo gobierno circularía el equivalente de 15,000 millones de dólares en "argentinos", una moneda paralela al dólar. En círculos bancarios estimaban que el gobierno apenas disponía entre 6,000 y 7,000 millones para apoyar el "argentino". El nuevo gobierno, aparentemente, tampoco logró establecer confianza entre los sectores de clase media que acompañaron a los trabajadores en las protestas haciendo sonar las cacerolas en los distritos residenciales de Buenos Aires. El "cacerolazo", como llaman esta protesta que tuvo su inicio contra la dictadura de Pinochet en los suburbios de Santiago, gana cada vez más zonas de la Ciudad de Buenos Aires, ya que la gente se extiende a lo largo de las avenidas que convergen en el centro y frente a la Casa Rosada. La demostración espontánea de la gente también apunta a "las viejas caras que están apareciendo en la política", según señalan los manifestantes. Pero el nuevo presidente no se dio por aludido: llenó el Gabinete con sus adeptos peronistas más confiables, mientras rivales como el gobernador de Córdoba, De la Sota, y senador peronista Eduardo Duhalde.
Tal vez alguna explicación del misterioso desarrollo de la política argentina radique en la peculiar relación de los argentinos con la apariencia, la decadencia y el sentimiento. La apariencia de las cosas les preocupa, a veces, más que las cosas mismas. Aunque los justicialistas rehusaron pactar con de la Rúa, nadie duda en la solidez de la colaboración entre los expresidentes Raúl Alfonsín y Carlos Menem, radical y justicialista, respectivamente, como lo vienen haciendo desde hace más de una década. Por su parte, Duhalde señaló que teme que se produzca "un caos, una anarquía" que termine en "una guerra civil" e instó al gobierno provisional a escuchar la protesta de la gente y "poner toda la maquinaria" del Estado en resolver la urgente "crisis económica y social". El titular del Congreso nacional del Partido Justicialista calificó de "serio" al nuevo y masivo cacerolazo producido el sábado a la madrugada frente a la Casa Rosada que terminó con la renuncia del asesor presidencial Carlos Grosso, y confió en que el presidente interino "va a escuchar" el reclamo de los ciudadanos y "va a rectificar todo lo que tenga que rectificar". De ahí la preocupación que han generado algunas actitudes del jefe de Estado que lo muestran embanderándose con sectores o sobreactuando su pertenencia a una determinada corriente política
Son muchos los argentinos que aspiran a ser conducidos por un primer mandatario decidido a trabajar en favor del conjunto social de la Nación y no en beneficio de una guardia sindical fuertemente cuestionada en su representatividad. La ciudadanía independiente recibe con desagrado esa clase de gestos. Con el mismo desagrado con que recibió el domingo último el hecho de que uno de los primeros actos de Adolfo Rodríguez Saá, tras recibir la banda presidencial y el bastón de mando en el Salón Blanco de la Casa Rosada, haya sido cantar la marcha "Los muchachos peronistas", en el contexto de una ceremonia que se parecía más a un mitin partidario que a la puesta en funciones de un presidente en medio de una crisis institucional que ha provocado varias muertes y en un país en virtual cesación de pagos.
De un presidente de la República se espera que trabaje en favor de la unidad y la reconciliación de todos los habitantes de la Nación y no que resucite conflictos que en el pasado dividieron trágicamente a los argentinos, o reabra heridas que la historia se está encargando de cicatrizar. Sus referencias a hechos y símbolos de la Argentina violenta de la década del 70 y su anuncio de que se dará curso a las acusaciones y los pedidos de extradición contra oficiales responsables de violaciones a los derechos humanos han pecado de ligereza y han carecido de la prudencia con que un jefe de Estado ha de tratar aquellos temas que dividen a la sociedad y que deben ser objeto, en todo caso, de serenos análisis fundados en consideraciones jurídicas y en razones de Estado.
George W. Bush anunció en una rueda de prensa que "se mostraba dispuesto" a iniciar gestiones con el nuevo gobierno, presumiblemente, para conformar un plan de rescate financiero, a pesar de que mantuvo un silencio sepulcral durante las dos últimas semanas en que agonizaba de la Rúa. No obstante, Bush reiteró la "línea dura" esbozada por su secretario del Tesoro, Paul O"Neill: "La clave para la Argentina es que deben ordenar sus finanzas, ordenar su política monetaria y desarrollar un plan que demuestre vitalidad y crecimiento económico. Tienen mucho por delante. Pero todos los que estamos preocupados por la Argentina estamos dispuestos a trabajar juntos para ayudarles a realizar la obra". En tanto, el ministro español de Asuntos Exteriores, Josep Piqué, que viajó a Buenos Aires en medio de la crisis, abandonó "preocupado" Argentina, tras una visita de 36 horas, "porque la situación es muy seria y difícil" y por la incertidumbre de las medidas adoptadas por el Gobierno que dirige Rodríguez Saá. Piqué recomendó a las empresas españolas con intereses en Argentina que tomen medidas para asumir los costes de la crisis y "ajusten sus comportamientos", porque "todas van a tener que pagar los costes". Piqué sostiene que sólo se pueden apoyar medidas heterodoxas "si vemos el final de la película".
Las primeras reacciones populares desde Buenos Aires no fueron reconfortantes para Washington o los sectores financieros de Wall Street. El presidente del Banco Central, David Expósito, presentó su renuncia después de indicar que el nuevo gobierno circularía el equivalente de 15,000 millones de dólares en "argentinos", una moneda paralela al dólar. En círculos bancarios estimaban que el gobierno apenas disponía entre 6,000 y 7,000 millones para apoyar el "argentino". El nuevo gobierno, aparentemente, tampoco logró establecer confianza entre los sectores de clase media que acompañaron a los trabajadores en las protestas haciendo sonar las cacerolas en los distritos residenciales de Buenos Aires. El "cacerolazo", como llaman esta protesta que tuvo su inicio contra la dictadura de Pinochet en los suburbios de Santiago, gana cada vez más zonas de la Ciudad de Buenos Aires, ya que la gente se extiende a lo largo de las avenidas que convergen en el centro y frente a la Casa Rosada. La demostración espontánea de la gente también apunta a "las viejas caras que están apareciendo en la política", según señalan los manifestantes. Pero el nuevo presidente no se dio por aludido: llenó el Gabinete con sus adeptos peronistas más confiables, mientras rivales como el gobernador de Córdoba, De la Sota, y senador peronista Eduardo Duhalde.
Tal vez alguna explicación del misterioso desarrollo de la política argentina radique en la peculiar relación de los argentinos con la apariencia, la decadencia y el sentimiento. La apariencia de las cosas les preocupa, a veces, más que las cosas mismas. Aunque los justicialistas rehusaron pactar con de la Rúa, nadie duda en la solidez de la colaboración entre los expresidentes Raúl Alfonsín y Carlos Menem, radical y justicialista, respectivamente, como lo vienen haciendo desde hace más de una década. Por su parte, Duhalde señaló que teme que se produzca "un caos, una anarquía" que termine en "una guerra civil" e instó al gobierno provisional a escuchar la protesta de la gente y "poner toda la maquinaria" del Estado en resolver la urgente "crisis económica y social". El titular del Congreso nacional del Partido Justicialista calificó de "serio" al nuevo y masivo cacerolazo producido el sábado a la madrugada frente a la Casa Rosada que terminó con la renuncia del asesor presidencial Carlos Grosso, y confió en que el presidente interino "va a escuchar" el reclamo de los ciudadanos y "va a rectificar todo lo que tenga que rectificar". De ahí la preocupación que han generado algunas actitudes del jefe de Estado que lo muestran embanderándose con sectores o sobreactuando su pertenencia a una determinada corriente política
Son muchos los argentinos que aspiran a ser conducidos por un primer mandatario decidido a trabajar en favor del conjunto social de la Nación y no en beneficio de una guardia sindical fuertemente cuestionada en su representatividad. La ciudadanía independiente recibe con desagrado esa clase de gestos. Con el mismo desagrado con que recibió el domingo último el hecho de que uno de los primeros actos de Adolfo Rodríguez Saá, tras recibir la banda presidencial y el bastón de mando en el Salón Blanco de la Casa Rosada, haya sido cantar la marcha "Los muchachos peronistas", en el contexto de una ceremonia que se parecía más a un mitin partidario que a la puesta en funciones de un presidente en medio de una crisis institucional que ha provocado varias muertes y en un país en virtual cesación de pagos.
De un presidente de la República se espera que trabaje en favor de la unidad y la reconciliación de todos los habitantes de la Nación y no que resucite conflictos que en el pasado dividieron trágicamente a los argentinos, o reabra heridas que la historia se está encargando de cicatrizar. Sus referencias a hechos y símbolos de la Argentina violenta de la década del 70 y su anuncio de que se dará curso a las acusaciones y los pedidos de extradición contra oficiales responsables de violaciones a los derechos humanos han pecado de ligereza y han carecido de la prudencia con que un jefe de Estado ha de tratar aquellos temas que dividen a la sociedad y que deben ser objeto, en todo caso, de serenos análisis fundados en consideraciones jurídicas y en razones de Estado.
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