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Las casas de campo

Carlos A. Rodríguez / Víctor Santos - Publicado:
Desempolvando viejas páginas del calendario y volviendo la mirada hacia atrás, pasan por mi mente los recuerdos de cómo vivían muchos de nuestros mandatarios.

El Palacio presidencial o de Las Garzas es una residencia fría, poco acogedora y muchos de sus ocupantes decían que "era casi una cárcel".

El Palacio de las Garzas, que muchos dan lo que no tienen por llegar a él, le ha hecho perder a más de uno el sentido de la realidad.

Algunos, inclusive, se han hecho la ilusión de que jamás bajarán de esas alturas.

La Ley de la Gravedad de Newton parece que para ellos no existe y se hacen de la idea que jamás volverán a ser lo que antes fueron.

Hoy, lamentablemente, parece ser que tenemos uno de esos casos.

Ante la soledad y el aislamiento que ocasiona a sus ocupantes el Palacio de las Garzas, la gran mayoría de nuestros presidentes aprovecha los fines de semana para salir de la ciudad.

Unos lo hacían para inaugurar obras públicas en el interior del país o visitar a copartidarios y viejos amigos.

Otros, descansaban del trajín diario de sus delicadas funciones en casas de campos propias, de familiares o de amigos íntimos.

No había, por esos años, casas campestres oficiales.

Creo que en una época, los gobernantes utilizaban, sin costo alguno para el Estado, una casa en la Isla de Taboga que formaba parte de una vieja base militar norteamericana, la cual fue devuelta a Panamá.

El presidente Enrique Jiménez moraba en ella ocasionalmente.

Posteriormente esa casa, muy pequeña por cierto, fue demolida; y poco tiempo después, toda esa área en la Playa de la Restinga fue privatizada.

La otra casa oficial, ésta sí propiedad del Estado, fue la de Cermeño, adquirida por el presidente Lakas durante el régimen militar.

Algunos jefes de Estado de la época la ocuparon unas pocas veces.

En 1990, el presidente Guillermo Endara y su esposa Ana Mae de Endara la donaron, a nombre del Estado, a Hogares Crea para la rehabilitación de jóvenes drogadictos.

El Dr.

Ernesto Pérez Balladares pasaba los fines de semana en sus casas de Cerro Azul o de Punta Barco; nunca tuvo en su período presidencial ninguna casa oficial o campestre.

222 No se aclaró nunca si el acondicionamiento de esta casa, que costó varios cientos de miles de dólares, fue realizada con fondos públicos o donaciones privadas.

Aún se desconoce el origen del dinero invertido.

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Al llegar a la presidencia Doña Mireya Moscoso, arregló una vieja casa en Punta Mala, que en una época fue ocupada por el ejército de los EE.

UU.

No se aclaró nunca si el acondicionamiento de esta casa, que costó varios cientos de miles de dólares, fue realizada con fondos públicos o donaciones privadas.

Aún se desconoce el origen del dinero invertido en ella.

Existen países, como los EE.

UU.

donde hay una casa oficial de descanso (Camp David).

El Vaticano tiene, igualmente, una casa de verano para el Papa en Castel Gandolfo; sin embargo, muchos de los presidentes de los EE.

UU.

, de los países europeos y de Latinoamérica prefieren utilizar sus casas personales donde se sienten más cómodos que en estas residencias oficiales no siempre del agrado de sus ocupantes transitorios.

El tema de las residencias veraniegas oficiales o privadas que han tenido nuestros mandatarios, me trae a la mente la seguridad de éstos.

Ella contrasta, fuertemente, lo que hoy se vive con el pasado.

Jamás, ni aún después del asesinato del presidente Remón, han tenido nuestros mandatarios las medidas de seguridad y de excesiva protección que hoy tiene la Sra.

Moscoso, que rayan en lo ridículo.

Quien fuera en una ocasión su esposo, el Dr.

Arnulfo Arias M.

, andaba regularmente solo y detestaba las escoltas y mucho más las numerosas.

Presidentes como Roberto Chiari, Ernesto de la Guardia y tantos otros, eran protegidos en forma muy discreta por unidades que se hacían prácticamente invisibles.

Los tiempos han cambiado, al igual que las costumbres.

Hay quienes piensan, y es el caso de la señora Moscoso, que los carros, las patrullas, ambulancias, la gendarmería y los numerosos guardaespaldas que la rodean son símbolo del poder.

Pierde de vista que éste se encuentra en el cariño y respeto que la comunidad le dispensa a sus mandatarios que han cumplido con sus deberes y hecho realidad sus promesas electorales y que son verticales en sus ideas y acciones.

El respeto se lo da uno mismo con buenos ejemplos y actitudes, no con los artificios que lo rodean.

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