Panamá
Secuencial
Una. Una. Dos palabras. Dos vocablos juntos. Secuencia de fonemas con sentido. Fragmentos de un diccionario etéreo y eternamente cambiante.
- Alonso Correa
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- - Actualizado: 28/5/2024 - 12:00 am
Una. Una. Dos palabras. Dos vocablos juntos. Secuencia de fonemas con sentido. Fragmentos de un diccionario etéreo y eternamente cambiante. Componentes de un vacío que nos recubre los labios al soltar un gemido. Gritos enmudecidos, espasmos apagados, vibraciones templadas por la porcelana brillante de un rostro, somos el salvajismo capado, somos la barbarie sosegada. Aún hoy en el tiempo de la certidumbre y del conocimiento, existen cosas que no podemos explicar, lo divino, lo obsceno, lo que no podemos ver, lo que no queremos ver; todo eso existe.
El infinito se extiende frente a nosotros dejando un rastro de imperfectas perfecciones, un rastrojo de brillantes amaneceres que se expanden en el espacio y en el tiempo, escondidas lejos de la mirada incauta de la mortalidad encarnada en una banal esfera de turquesas y esmeraldas, aquí, donde el sol se esconde detrás del horizonte. Y henos aquí, espectadores del desfile de batallones, exaltados por ideas ponzoñosas, marchar al borde de un desfiladero; jinetes de un caballo rojo que al alzar espadas de fuego hacen descender sobre los inocentes centelleantes golpes de muerte, pero nosotros somos apenas testigos, observadores, de la barbarie y no podemos hacer nada por aquellas pobres almas que, así como nosotros, también conocen los vaivenes de las trompetas y tambores, de los sonidos que nacen desde la tierra del eterno amanecer, señales del futuro amargo que se alza sobre nosotros.
Y así comienza la secuencia final, el desenlace típico, al que nos lleva la tierra humedecida por la sangre, esas pistas que llevan milenios en negro sobre blanco, esas ideas representadas por cuatro jinetes, cuatro caballeros que nacen después de que se revientan los sellos, siempre llegan en el mismo orden: el blanco, llega triunfante a hombros de los que vociferan sus triunfos; el rojo, cercenando las gargantas de los que se negaron; el negro, cobrando las almas de aquellos que perecieron después de los dos primeros jinetes y, finalmente, el bayo relincha antes de su carrera en búsqueda de los que se quedaron rezagados, apartados por su laxitud, por su soberbia, por su avaricia; los cuatro buscan acabar con lo que las manos afligidas y cansadas construyeron, izando mástiles y blasones sobre la árida tierra de este mundo; van en búsqueda de nosotros.
Vacío. Muerte. Las consecuencias. Eso es todo. No hay nada más allá. El límite es circular, redondo como el tiempo. La secuencia vuelve a empezar, resurgiendo como el ave fénix de las cenizas. El ciclo vital vuelve a retomar vuelo, las casas nacen de los escombros y el tiempo, como una medicina dañina, sana. Pero el principal de nuestros problemas es el olvido, el tiempo actúa rápido y efectivo ante la memoria, eliminando de ella todo ápice de sentido, arrancando del recuerdo toda lección aprendida, toda enseñanza repasada.
El ciclo despega con la primera chispa, la larva secuencial de nuestra naturaleza primigenia crece dentro de la certidumbre arrogante del que cree saber, de esos que se erigen como salvadores, como líderes de pueriles generaciones, usándolos como instrumentos de sus artimañas, megáfonos de las ideas paridas por una mentira; esos son los peligrosos iluminados. Los que siempre sonríen cuando con arrogancia apuntan al cielo en sus homilías, los que con gracia humillan a las masas embobadas por sus discursos, los que sin dudarlo anteponen sus intereses por sobre los de los más necesitados; esos son los que nos están llevando al más oscuro abismo imaginable, la condena de seguir a la aborregada muchedumbre es ser testigo, una vez más, del ciclo sin fin al que estamos encadenados y del que solo se puede salir con una fútil gesto o con una delicada caricia.
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