Sobre el egoismo temprano y la esperanza
- Arnulfo Arias Olivares
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El ser humano es egoísta por naturaleza. Tomemos el caso hipotético de dos niños pequeños, de la misma edad. Se les sienta en una mesa y se coloca una golosina en medio de ellos. Ambos la quieren, porque así lo dicta el apetito. Nada malo hay en ese impulso. Uno de ellos simplemente la tomará; mientras el otro esperaba que alguien se la diera. El primero está solo reaccionando por reflejo; pero el segundo había sido ya educado en los caminos de la convivencia humana. En un entorno natural, sin patrocinios de un hogar, el niño que aferró la golosina podría sobrevivir; el otro probablemente perecería, por la regla impersonal de la naturaleza. De manera que dentro de un entorno natural, el egoísmo sería clasificado como simple instinto de supervivencia. El choque real viene cuando el hombre debe convivir con otros, como en este mundo de hoy. Nuestro mundo "civilizado".
El reto básico consiste entonces en atemperar esos impulsos naturales, hasta balancearlos con la convivencia humana. Evitar que cuaje y que se perfeccione el egoísmo temprano hasta el grado de violencia o de perjuicio hacia los otros. Para eso, debe intervenir primero el molde del hogar. No se trata de satanizar esos impulsos naturales que vienen con nosotros dentro de un paquete con el que nacemos, sino entender que debemos moderarlos y hasta superarlos, muchas veces.
El perfil clásico del criminal se remonta siempre a sus primeros años. Es un escenario de instintos que nunca fueron superados, por culpa del hogar y por culpa de una sociedad indolente. Es una mirada hacia el pasado primitivo de los hombres en que nos vemos reflejados todos en nuestros orígenes, en el que era necesario tomar lo ajeno por la fuerza, y hasta matar para poder sobrevivir. Es reflejo de todo lo que somos al momento de nacer, sin andamiajes de la convivencia humana. Ese criminal, probablemente hubiera sido un ciudadano digno y ejemplar, si alguien en su hogar temprano hubiese tomado el tiempo de enseñarle a respetar lo ajeno, a controlar su hambre y a regular sus apetitos naturales. Pero aprendió todo lo contrario. Vio, tal vez, como su madre se drogaba en frente suyo, como sus hermanos -hijos de distintos padres- eran consumidos por el hambre y la necesidad, y que lo poco de comer que había en casa no se repartía, sino que se tomaba. Fue desprovisto de un afecto real desde la más temprana edad. Su vida transcurrió en medio de parodias de una selva primitiva, pero creada por la sociedad moderna en la que vive.
La desatención de realidades como esa por parte de la sociedad, hace que el instinto de supervivencia se despierte y perfeccione, pero en medio de una selva de concreto, que no suple nada natural. No nos preguntemos, entonces, por la cuna de la criminalidad, porque allí estará su origen. La marginación es semillero de ese instinto natural, que el docente y el científico que come a diario deja de entender y de profundizar. Las conductas que observamos en el crimen, serían útiles en un entorno natural, pero son perjudiciales en medio de la convivencia humana. Eso es todo. La educación temprana, aparejada con una satisfacción de las necesidades básicas, se hacen prioridad para atender ese problema recurrente, de disminuir y controlar impulsos naturales que solo se propagan de manera incontrolada si son desatendidos por la sociedad. Cuando el egoísmo natural se ha hecho una costumbre ya; cuando no haya forma de hacer recto el tronco retorcido, entonces el esfuerzo está perdido. Esa situación escapa de cualquier reformación, y así se deberá tratar a ese antisocial que se ha perdido ya. Pero son salvables todavía los cientos de miles que viven todavía dentro de una etapa formativa, que se deben rescatar desde la temprana edad, para que no se pierda en ellos la consciencia ciudadana ni se perfeccione en ellos el egoísmo incontrolado y natural.
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