Opinion
Sobre la adaptación de inmigrante latinoamericano en norteamérica
En nuestra América Latina hemos tenido una historia rica en galantes revolucionarios y políticos soñadores, poetas renombrados y exquisitos escritores.
- Arnulfo Arias O.
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- - Actualizado: 31/1/2023 - 12:00 am
En nuestra América Latina hemos tenido una historia rica en galantes revolucionarios y políticos soñadores, poetas renombrados y exquisitos escritores. América Latina ha sido cuna del romanticismo del continente. Hombres como Bolívar, Martí, Vasconcelos, Rubén Darío, Borges, Salvador Allende, entre otros, han sido conquistadores de las fibras más profundas del corazón humano, como si hubieran conocido ese secreto milenario de encontrar el agua dulce en los recesos áridos de los desiertos.
Esa facultad de congregar ejércitos armados solamente de emoción ha sido nuestra, como si el ámbito más cómodo de la afición de nuestros pueblos fuera ese. Una herencia congregada por la fascinante imaginación ibérica y el misticismo natural del pueblo indígena, mezclaron los factores y la sangre, y con el pasar del tiempo se ha gestado el hombre de Latinoamérica.
¿Qué diferencia, entonces, a nuestros pueblos, que no han podido aun el lograr el nivel de desarrollo norteamericano? Considero que la actitud mental ha tenido mucho que ver en el tema. Los pueblos progresan porque hay hombres dispuestos y determinados a progresar. No es un tema colectivo, sino más bien individual, ante todo. El espíritu de solidaridad ha estado presente en los factores de progreso de Estados Unidos. Consumir lo propio, y apreciarlo, fue uno de los impulsos que determinaron el éxito de esa sociedad. Desde los primeros momentos que tocaron tierra en nuestro continente, cayeron en cuenta que sin la ayuda de los demás no podrían sobrevivir. En eso aprendieron mucho de los nativos, y supieron desarrollar esa enseñanza de manera exponencial.
No se trata, como muchos piensan, de una raza americana propiamente, sino más bien de un sentido de necesidad colectiva, de un hábito de solidaridad que adopta prontamente ese inmigrante que quiere verdaderamente progresar en medio de exigencias a las que no estaba acostumbrado en su país de origen. Más que aprender, el hispanoamericano debe entonces desaprender aquello que se le ha enseñado mal por siglos.
La regla de oro de que nadie debe hacer por otro lo que a cada cual le corresponde hacer, es esencial en esa curva de adaptación al modo de vida americano. Las empleadas domésticas, por ejemplo, son más que un alto lujo allí.
Los temas básicos de aseo, como el lavado de la propia ropa, el aseo en casa, el trabajo personal y el cosechar solo lo que por el propio esfuerzo se ha sembrado, son todos hábitos, más que enseñanzas, que adquiere el norteamericano desde la más temprana edad. El que no aprende ese sistema, y pretende vivir en rebeldía allá, termina siendo parte de estadísticas penitenciarias o de los menesterosos pordioseros condenados a hacer de las esquinas y las calles su familia y su hogar.
La sociedad americana es firme y es severa en cuanto al cumplimiento de esas reglas básicas, expuestas casi en todas las historias de superación y de progreso americano. Hoy, cientos de miles de inmigrantes latinoamericanos, que han hecho suyas esas reglas de superación y convivencia, alcanzan en Estados Unidos la mayor parte de los logros que en América Latina le habrían sido vedados.
El problema de la falta de desarrollo, y la condena de miseria y de pobreza manifiesta en todos nuestros pueblos, no es insuperable. Hay que cambiar nuestra mentalidad individual, para que luego esta surja dentro de la mente colectiva. Con actos tan sencillos como deplorar la falta de higiene y de salud comunitaria, la tolerancia de la convivencia con desechos y basura, la pasividad
y la inercia en temas sociales que, al final, a todos nos impactan; el abandono progresivo de ese “dejar en manos de otros lo que a mí me corresponde”. Socialmente, no somos animales de cautiverio en un zoológico pagado, en el que cuidadores deben velar a cada instante por nuestras necesidades personales; pero ante los ojos del mundo desarrollado, eso mismo parecemos. No me refiero, por supuesto, a la iniciativa misma del obrero, del trabajador informal, de quien se desempeña en lo que sea para lograr así, básicamente, lo que necesita. Me refiero más bien a esa procastinación colectiva, provincial, de pueblos cercenados en su sueños y en sus ambiciones. En nuestros países se puede tener éxito personal, pero el mismo permea a poca distancia, porque existe una barrera de prejuicios y de hábitos nocivos que debemos superar. La supuesta diferencia de clases está ordenada por la anchura del bolsillo y no por cualidades personales, se rinde tributo al potencial de adquisición y no a la capacidad como individuo, se eleva a quien escala, aunque lo haga de maneras inmorales y altamente cuestionables, se desprecia al productor agrícola, al trabajador manual, al artesano y al intelectual, cuando son precisamente esos los que tejen esa fibra sobre la cual debería crecer una nación, de manera progresiva y sólida. El primero oficio de
Benjamín Franklin fue de modesto impresor y Lincoln fue leñador, entre otros oficios relativamente humildes, pero beneficios para su comunidad. No puede haber una nación que se pretenda edificar en forma inversa, endiosando los productos acabados ya del logro y del esfuerzo, y dejando de admirar aquellas profesiones sin las cuales no se puede edificar ninguna. El pueblo americano supo rendir admiración a todo aquel que se la mereciera, sin persistir en levantar el velo del pasado individual, por muy humilde que haya sido. Es en esa irrelevancia del origen, y en el reconocimiento del esfuerzo personal que se proyecta en la comunidad, que descansa precisamente ese secreto de progreso que hoy vemos desplegarse ante nosotros. Lo podemos aprender, y lo podemos replicar. Se estima que hoy en día viven en Estados Unidos más de 62 millones de personas de origen hispano. Consideremos que esa cifra representa aproximadamente un 20% de la población norteamericana y hasta un 15% del total de la población de América Latina. Es decir que una cantidad considerable de latinoamericanos han adoptado la forma de vida americana y progresan hoy en una nación que, por lo general, no admite la relajación en cuanto al cumplimiento de las reglas de convivencia y desarrollo colectivo. Esa porción enorme de personas, podría bien convertirse en faro y en camino para nuestros pueblos que ambicionan un nivel de desarrollo; nos ayudarían a empujar los horizontes tan cerrados de limitaciones que, como sociedad, hemos edificado.
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