Panamá
Sobre la administración de justicia y la conciencia
En la antigua Roma, los magistrados se hacían acompañar del símbolo del "fasces lictoriae", como muestra del poder de administrar justicia, compuesto por un haz de varias varas amarradas entre sí, para administrar flagelación, y el hacha que sobresalía, que implicaba la capacidad de sentenciar a muerte, de manera presta y expedita.
- Arnulfo Arias O.
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- - Actualizado: 21/9/2022 - 12:00 am

Díganme, ¿qué es la justicia sino un acto de conciencia? Cada juez tendrá un jurado interno que, de haber actuado mal, se levantará en lo oscuro de las noches, con ese dedo acusador, señalando su condena clara, manifiesta y pronunciada en el insomnio. Allí, en esa sala de justicia interna, solo hay un espejo en el que se contempla a sí y a su actuación el magistrado. Por eso, sabiamente la doctrina expone que ante nada que no sea la sana crítica debería inclinarse el juzgador.
En la antigua Roma, los magistrados se hacían acompañar del símbolo del "fasces lictoriae", como muestra del poder de administrar justicia, compuesto por un haz de varias varas amarradas entre sí, para administrar flagelación, y el hacha que sobresalía, que implicaba la capacidad de sentenciar a muerte, de manera presta y expedita. Lo curioso es que, en ese simbolismo, las varas amarradas fijamente revelan esa firme convicción del juzgador; ya no es sólo el hombre, como una sola vara aislada y frágil, el que imparte la justicia, sino más bien la conjunción de la sabiduría de su conciencia la que atará muy fuertemente la justicia de sus decisiones.
Las leyes procesales, incluido nuestro Código Judicial, proclaman que los jueces no obedecen más que a normas superiores a ellos mismos, pero les faltó la enunciación de ese elemento claro de conciencia, que no se encuentra escrito en letra muerta, que no es hijo de la imprenta, que no es producto y concepción intelectual, que sigue al hombre, como sombra o como sol, desde que nace hasta que muere.
No existe ser humano alguno que no porte consigo la vela de la luz de su conciencia, para alumbrar esos momentos más sombríos de su vida, en los que siente que la oscuridad lo atrapa y lo consume. Siempre encuentra la salida, si sólo sigue un paso menos que la sombra abarcadora que se cierne sobre él.
A pesar de que ese regalo y esa bendición se encuentra en todo ser humano, como he dicho, no quiere ingenuamente eso decir que en este mundo no existan las personas despojadas por completo de conciencia, víctimas bestializadas como ese centauro que no puede desprenderse de los cascos con los que trota siempre, en vez de caminar; pero esas son las raras excepciones y, como decía Cervantes, no hay en este mundo alguna regla sin alguna muestra de excepción. Hablando, entonces, en términos más generales sobre el ámbito normal del corazón humano que no es víctima y esclavo de animalidad perpetua y que puede siempre ver la luz, en esos casos, digo, siempre habrá una conciencia reivindicadora. Por eso, más que hacer estudio sin descanso de las leyes y los códigos, debe el juzgador hacer apego permanente de ese faro y de esa luminaria interna, sin prestar oídos a los mares de opiniones públicas, que se encrespan y que rugen a su lado, pretendiendo desviación de un curso fijo encaminado a la equidad. ¿Debe acaso el juzgador prestar oído alguno a su esposa o a su hijo, a su vecino o a su médico, a su amigo o a su cura?; ¿no deberá más bien prestar mucha atención a la serena y quieta voz de su conciencia, que solo le susurra a él y que nadie más puede escuchar? Hasta que eso pase, tendremos abundancia de sentencias influidas, plagadas y contaminadas por el miedo, manchadas con la tinta temblorosa de la mano que se deja guiar por el temor; hojas blancas inconscientes que se tiñen con la sombra que entorpece el paso de esos rayos de conciencia que deberían por siempre y para siempre guiar al juzgador.
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