Epicentro
Sobre la existencia de Dios
Ni usted ni yo ni nuestra especie van a estar a aquí en ese entonces; pero la verdad inmutable de los componentes químicos que hoy hacen de usted una ecuación motriz compleja sí van a estar seguramente, acompañando como sombra lo que fue y lo que será.
- Arnulfo Arias O.
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- - Actualizado: 28/9/2021 - 11:19 am
En una entrevista de hace ya algunos años, un periodista incauto tuvo la curiosidad de preguntarle al astrofísico Carl Sagan si creía en Dios. Lo que ese joven reportero no esperaba es la pregunta con la que el científico contestó la suya; una pregunta irreverente y, a la vez, sagrada se encontró con el reflejo de sí misma.
“¿A qué te refieres específicamente con ‘Dios’?”, respondió. El reportero se hizo torpemente tartamudo de repente, como tropezándose en su propia mente, porque fue él mismo confrontado con esa impertinencia tan profunda con la que había abordado a Sagan.
Nuestro cuerpo está compuesto, en parte, por moléculas de hidrógeno que se remontan a unos 13.800 millones de años en las profundas cavidades del tiempo; a los momentos mismos en los que nació nuestro universo; y nuestros huesos se refuerzan con esos átomos de calcio que marcaron el paso y transición del estado nebuloso a sólido de nuestra propia Tierra, con unos pocos 4.000 millones de años de antigüedad. Somos, pues, polvo de estrellas.
¿No debemos entender, entonces, que un proceso de verdades inmutables, tan profundo y tan eterno como el propio cosmos, se ha anidado allí en nosotros?; ¿no debemos acaso comprender que sí somos iguales, al final, por lo menos en aspectos químicos moleculares y que esa es una gran verdad indebatible?
A preguntas necias como esas, solo podemos encontrarnos atrapados en las telarañas de respuestas más complejas. La verdad es que somos esa especie única en este planeta con capacidad de confrontarnos a nosotros mismos con interrogantes de tal profundidad y de tal naturaleza. Hay una grandeza indubitable en la realización de que la misma eternidad del universo se hace parte diaria de las fibras de nosotros mismos.
Hay una enormidad expansiva en uno mismo cuando se procesa la verdad de la conciencia de que siempre, desde que el tiempo existe, hemos estado acompañándolo fielmente y que seguiremos ese curso eternamente, por lo menos en un mundo subatómico que no se entiende aún.
La especie humana es un reglado de esas leyes tan incomprensibles, pero es más regalo y bendición hacer arribo en esa conclusión, como una barca que por mucho tiempo ha estado a la deriva y, finalmente, encuentra una bahía serena para anclar.
En nombre de la religión se han cometido, a veces, los más atroces crímenes de la incipiente e ignorante humanidad.
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Pero el registro de esos crímenes, de las atrocidades, de las avalanchas de nuestra violencia como especie, quedarán borrados y olvidados algún día, como ese pestañeo que somos en las cronologías del Universo; como las profundidades de ese espacio sideral, en el que el sonido no podrá siquiera propagarse porque no encuentra la elasticidad de un medio para hacerlo. Se sabe que ese Sol que nos alumbra hoy está ya condenado a comprimirse hacia la nada, y que posiblemente dejará de ser en unos 5.000 millones de años.
Ni usted ni yo ni nuestra especie van a estar a aquí en ese entonces; pero la verdad inmutable de los componentes químicos que hoy hacen de usted una ecuación motriz compleja sí van a estar seguramente, acompañando como sombra lo que fue y lo que será.
Abogado.
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