Sobre la razón para creer
- Arnulfo Arias Olivares
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- Columnista
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En nuestros tiempos modernos, y desde el advenimiento del liberalismo, cada hombre tiene la perfecta libertad de escoger el camino de opinión que le parezca más convincente. Una roca en ese mar picado de posibles controversias, ha sido el salvamento de voto del magistrado Oliver Wendell Holmes, cuando fijó las bases para la teoría del libre mercado de opiniones, que proclama que el hombre puede consumir, y expresar, toda idea hacia la cual se incline, en completa libertad. Así, hoy vemos materializarse la libertad de culto sin posibles restricciones; todo esto dentro de las libertades que nos permitimos todos. Como hay devotos, de cualquier fe que sea, también habrá ateos que no se avienen a ninguna.
La edad me ha llevado a hacia la convicción de que creer en algo es mejor que no creer en nada; pero esa es mi libertad. Como decía Bacon, un poco de filosofía lleva al hombre a los vértices del ateísmo; pero mucha filosofía, lo encausan nuevamente en el camino de la fe, aunque ya no pueda precisar muy claramente lo que cree. La humanidad ha alcanzado un desarrollo que habría sido imposible de creer hace algunos años, ni siquiera por el más humanista de los humanistas. Hombres como Leonardo Da Vinci, concibieron ideas radicales en tiempos en los que el libre pensamiento era una amenaza que aterrorizaba a instituciones como el Vaticano. Hoy ese inventor hubiera caminado a sus anchas y habría proclamado a todos los vientos sus ideas. "Y sin embargo se mueve", murmuró Galileo Galilei al acatar -con mansa rebeldía- la sentencia dictada por el tribunal de la Inquisición, que por años replegó hacia la caverna de la ignorancia al hombre, por el reinado del terror. Esos tiempos, felizmente, han culminado ya y hasta un niño podría debatirle a ese "santo tribunal" que su idea de que la tierra era el centro del sistema solar y del universo estaba irrebatiblemente equivocada. Me tocó estar en esa misma torre de Venecia en la que Galilei realizó sus observaciones; fue solo un hombre…. Muy rebelde, pero un hombre al fin.
Desde entonces, el hombre ha sabido cosechar misterios de las fuerzas que gobiernan la materia, tan inconcebibles que parecen magia. Un ejemplo de esos adelantos, tal vez el menos grato, sería el poder termonuclear de la bomba atómica, con la capacidad de desatar una energía cinco veces mayor que la propia temperatura que genera nuestro sol. Baste ese ejemplo para comenzar a entender que el poder de crear -y destruir- reposa en nosotros y no afuera.
Baste ese ejemplo para comenzar a entender que el poder de crear -y destruir- reposa en nosotros y no afuera. Por más veneraciones que se hagan sobre ídolos forjados por el hombre, el mármol seguirá siendo solo mármol, siempre mudo, y la imaginación del hombre y del artista seguirá siendo la única elocuente, creadora de toda escultura y manifestación de toda fe posible. Al final, ¿qué sería este mundo sin el hombre? Todo el significado que le damos, y que reposa más en la conciencia que en las cosas mismas, quedaría marchito y sin importancia alguna para el hombre. El gran pensador Unamuno, en medio de una charla con un humilde campesino, le hablaba de un Dios que rige el universo, los átomos y la materia de una manera imparcial y con reglas perfectas que se aplicaban tanto al hombre como a todo lo creado; el campesino, agrestemente sabio, sólo respondió con su respuesta concluyente: "¿y para qué Dios entonces?". Pensemos que el ateo y el creyente -sea lo que sea en lo que crea- están todos en su libertad y en su derecho. Nada de eso quita que nuestra capacidad como seres humanos parece expandir nuestra mente más allá de los confines de la atmósfera y que aunque no somos los creadores de todo lo creado, le damos nombre a toda la creación y hasta las superamos. Si todos, creyentes y no creyentes, entendemos el sentido de unidad que hace al hombre ser un hombre, no importará entonces que uno sea o no sea un ateo, porque creeremos todos en nosotros mismos, como humanidad.

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