Los prolegómenos de un fatídico golpe de Estado
Un día como hoy, hace 40 años, un grupo de jóvenes oficiales de la Guardia Nacional de Panamá, encabezados por el Mayor Boris Martínez, depusieron al presidente constitucional de la República, doctor Arnulfo Arias Madrid, apenas once días después de haber tomado posesión, por tercera ocasión en su vida, del solio de Amador Guerrero.
La ruptura del orden institucional significó el surgimiento de una casta de uniformados, militares y policías, que detentaron el poder político durante más de 21 años, proceso que vino a culminar trágicamente con la invasión armada del ejército de los Estados Unidos a Panamá, la madrugada del 20 de diciembre de 1989.
Los años de dictadura militar dejaron en los panameños heridas tan profundas, que algunas todavía no logran cicatrizar. La cultura del "juega vivo" vino a ser impulsada por patrocinador oficial, al principio de forma solapada pero sólida, y a partir de 1983, con la llegada de Manuel Antonio Noriega a la comandancia de la Guardia Nacional, de manera cruda y descarnada.
Pero el golpe del 11 de octubre de 1968 no se produjo en el vacío ni por generación espontánea. En buena medida, obedeció a décadas acumulando errores y equivocaciones en las que siempre el ejercicio del poder político estuvo enmarcado por la pugna entre tres fuerzas: el gobierno, el pueblo y la Guardia Nacional.
La más grave de las equivocaciones fue sin duda alguna la creencia de los actores políticos, según la cual para ganar una elección requerían el apoyo de dos de las tres fuerzas mencionadas, es decir: Gobierno y pueblo, o pueblo y Guardia Nacional, o Gobierno y Guardia Nacional.
De esa manera, se fue consolidando el peso específico de los cuarteles en las elecciones y de allí a su participación en el gobierno y en el ejercicio directo del poder; solo hubo que esperar unos cuantos años, y algunos errores y equivocaciones adicionales.
Para que los lectores puedan formarse una idea del verdadero proceso evolutivo de la llegada de los militares al poder, nos adentramos en las raíces mismas del militarismo en nuestro suelo patrio, iniciando en 1903, con el nacimiento de la nueva República.
Aquella máxima consagrada en nuestra Constitución Política desde el año 1994 "La República de Panamá no tendrá ejército" fue acariciada desde muy temprano por Manuel Amador Guerrero, nuestro primer presidente, quien se dio a la tarea de desmantelar a partir de 1904 el esbozo de fuerza armada uniformada que comandaba el joven General Esteban Huertas.
El emblemático temor de Amador Guerrero a los militares, se mantuvo arraigado en la clase política panameña a lo largo de toda la historia republicana del siglo XX; al fin y al cabo, la experiencia ha enseñado que, salvo contadísimas excepciones, los militares sólo obedecen las órdenes que les dan sus generales.
Aquel resquemor sirvió como alimento ideal para que a la luz del ignominioso tratado Hay-Bunau Varilla, las fuerzas policiales y militares de los Estados Unidos intervinieran un sinnúmero de ocasiones en territorio panameño, fuera del enclave de la Zona del Canal, para tratar de poner orden en las ciudades de Panamá y Colón.
Luego del golpe liderado por el movimiento Acción Comunal en 1931, que depuso al presidente liberal Florencio Harmodio Arosemena, y en el que no intervinieron las fuerzas armadas de los Estados Unidos, los políticos criollos determinaron que después de todo, no sería tan malo contar con una fuerza armada propia, que pudiera impedir futuros golpes de estado. Craso error.
A partir de 1936, la Policía Nacional va adquiriendo cada vez más relevancia, y los políticos comienzan a coquetearle a los comandantes de la Fuerza Pública.
El resto es parte de la historia, que aquí les resumimos, para que no la olvidemos.
Hoy, a 40 años del terrible golpe policial de 1968, vale la pena revisar los errores del pasado, para entre todos tratar de no volver a cometerlos.
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