Esa virgulilla que nos acosa
- Ariel Barría Alvarado
Comentábamos, el pasado domingo, cuántas agresiones sufre la tilde de parte de quienes escribimos. Esa seguidilla de embates hace que la tilde se nos muestre esquiva, nos eluda y, en ocasiones, hasta nos conduzca a malos entendidos. Como prueba de lo afirmado, citábamos algunos desafortunados trucos que emplean los que no quieren ver tildes ni en pintura. Y aún quedan otros con los que no es raro que tropecemos.
Hay quienes tildan las palabras, pero lo hacen de una manera inadecuada; en español, la tilde se traza mediante una línea que baja oblicuamente de derecha a izquierda (Día D, y no Dìa D). Hay idiomas que sí emplean esta última; el nuestro no.
Quizás por ingenuidad, algunos defienden el uso del “Corrector de Word” a la hora de escribir, y le confieren ciertos poderes que, vistos objetivamente, no son tales. En el procesador de texto escribo: “Ana fábrica artesanías” y, a pesar del evidente traspié, la máquina no se subleva, porque la palabra “fábrica” existe, es legal, aunque en esta oración no se emplee bien. En cambio, cada vez que escribo “corregiduría” la marca, si bien la palabra es común y válida en todo el ámbito panameño, a pesar de que el diccionario de la Real Academia aún no la recoge. Bueno es emplear esta útil herramienta, pero no es siempre segura; mejor es saber las reglas y discernir.
No puedo dejar de mencionar los que, en vía contraria, tildan casi todo lo que escriben. La Gramática moderna ha hecho importantes ajustes al uso de la tilde, entre ellos los relacionados con la acentuación ortográfica de los monosílabos, los que solo deben portarla cuando tengan más de una función gramatical (tilde diacrítica se denomina en este caso). Eso nos lleva a términos como fue, dio, vio, fui, vi, di, fe… que no portan la virgulilla por la razón aludida, aunque algunos quieran ponérsela.
A propósito, no es lo mismo acento que tilde, porque si bien tanto “naranja” como “limón” tienen acento (la primera en la penúltima sílaba; la segunda en la última), solo una lleva tilde (o acento ortográfico).
La tilde no es un adorno, es un signo con poder para definir el sentido de una expresión (lo expuso muy bien Madelag en la aludida columna que motivó estas elucubraciones, al reconocer que entre sábana y sabana hay una similitud metafórica, aunque una diferencia sustancial relevante: “Sobre la verde sabana se extendían las blancas sábanas de las lavanderas”.
En parejas de palabras como válido-valido hay más que la diferencia adjetivo- verbo; el segundo vocablo (acento en la penúltima sílaba) constituye un sustantivo que designa a un funcionario con poder dentro de un engranaje político, comparable con el de un primer ministro (algo similar ocurre con pérdida-perdida, más-mas, papá-papa, etc.)
Se cuenta una deliciosa fábula sobre cómo la Reina Isabel, a última hora, mandó un mensajero con una nota para que alcanzara a Cristóbal Colón antes de que zarpara en su segundo viaje; el manuscrito real decía, palabras más, palabras menos, que le trajera “1 o 2 de esos monitos tan graciosos de Las Indias…” Diligente como era el Almirante, le llevó 102 simios a la Reina, que desde entonces decretó que se colocase tilde cuando la o, tan parecida al cero, separase números (“20 ó 30”), orden que no se extiende a la vocal u (“10 u 11”).
Lo sustancial es que la tilde es una faceta ineludible de nuestra escritura, con funciones claves a la hora de interpretar el mensaje, no un mero accesorio. Para escribir bien hay que saber cuándo ponerlas, y dónde.
Que la palabra te acompañe
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