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La cueva

Enrique Jaramillo Levi (Escritor) - Publicado:
Un perro blanco con manchas negras orinaba junto a la vitrina.

Al otro lado del cristal las mercancías eran formas que se distorsionaban.

Abrí la puerta y cuando quise entrar tuve la impresión de que me tragaría una gran boca oscura.

Me recibió mi gata.

Sus ojos bizcos me miraron mansos a la vez que arqueaba el lomo.

Luces amarillas, azules y blancas danzaron alrededor mío sin razón aparente.

Respiré profundo.

De las paredes se desprendía el familiar olor a incienso y fragancias de pino.

Mi padre atendía a un cliente desde su puesto habitual tras el mostrador.

Hablaban de negocios, creo.

Seguí de largo.

Tras recorrer el pasillo flanqueado por viejos baúles inservibles, entré en la cueva.

Así llamaba yo a ese sitio extraño y fascinante que me cautivó desde pequeñita.

Papá guardaba toda suerte de cosas raras allí.

Cada vez que entraba me parecía que los cocodrilos disecados me miraban protestando por su destino inmutable.

El caballito gris de la pata rota se movió saludándome desde su rincón de telarañas.

Una brisa leve que se colaba por la claraboya meció el bacalao que colgaba con un alambre del bajo techo.

Arranqué un pedazo de aquella piel seca y lo masqué para extraerle sal de piratas.

Penetré más aún en la oscuridad de la cueva.

A medida que presentía sombras desplazándome hacia el fondo, se fueron soltando los miedos que traía amarrados.

Vagas sensaciones me recorrían toda.

Me detuve al oír un chirrido.

Alambres retorcidos configuraban amenazantes siluetas que surgían de cajas torpemente almacenadas.

De remotos frascos salían rancios olores de perfumes que no demoraron en marearme.

Algo sinuoso rozó mis pies descalzos y se perdió entre las sombras.

Di un paso atrás.

Tropecé.

Sentí enrollarse una cascabel a mis tobillos.

Grité echando a correr.

Rodé por el suelo.

Me levanté dando tumbos, el corazón en la boca.

Entonces me recibió una caja metida en otra que a su vez estaba presa en otra mayor.

Los enormes ojos de la gata refulgieron en la oscuridad.

Me miraban fijamente.

Extendió las patotas delanteras hasta apoyarlas en el borde de la caja exterior.

Se estiraba.

Con toda la calma del mundo se estiraba.

Y al hacerlo bajó la cabeza enorme.

Me vi reflejada en aquellos pozos líquidos que me seguían mirando.

Abrió desmesuradamente la boca.

Su olor a bacalao me llenó de asco.

Vi acercárseme los punzones blancos de sus colmillos.

El miedo no me impidió asirme de un pelo largo de su bigote y empecé a columpiarme con la esperanza de coger suficiente impulso para poder caer afuera.

Cerré los ojos tratando de no temblar exageradamente ante los ojos bizcos que me seguían perplejos de lado a lado.

Al fin me atreví a soltarme.

Caí sobre unos alambres enroscados que de inmediato me ciñeron.

Un maullido atroz me obligó a voltear la cabeza.

La suela gris, enorme, se me venía encima.

De pronto se encendió la luz.

La cueva se convirtió en un depósito sucio y desordenado como cualquier otro.

Mi gata se dio a la fuga.

Me entraron unas ganas muy grandes de llorar.

Y lloré confundida.

Cuando las manos fuertes de mi padre empezaron a desenroscar los alambres que me aprisionaban, busqué en su rostro una explicación.

Tras alzarme en peso me colocó en el piso.

No dijo una palabra.

Solo hallé en su mirada la inexpresividad de siempre.

Las cosas habían vuelto a la normalidad.

Así lo entendí porque un fragmento de espejo me devolvió una imagen aceptable de mi tamaño cuando estuve en pie.

Sin embargo, me ardían los huesos.

Sonó la campanita de la puerta.

Llegaba algún cliente.

Mi padre se apresuró a salir de la cueva, que ya no lo era tanto, mascullando regaños contra mi torpeza.

Parada frente al largo espejo rectangular que ocupaba una de las esquinas al fondo, vi acercarse a la gata a mis espaldas.

Yo era como siempre tres veces más grande que ella y dos veces más chica que el espejo.

Maulló.

Me di vuelta para verla mejor.

Sus ojillos bizcos brillaban bajo la luz del foco que pendía del techo entre ambos.

Antes de que se marchara irguiendo impertinentemente la cola, vi bien claro cómo me guiñaba un ojo.

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