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La luz parpadeante del liberalismo en América Latina

¿Sufren las ideas liberales en la región por ser importadas?

The Economist - Publicado:

Ilustrativa. (Pixabay)

En “La luz que se apaga”, un prestigioso libro reciente, Ivan Krastev, un pensador político búlgaro, y Stephen Holmes, profesor de derecho estadounidense, sostienen que el auge de los nacionalismos populistas en Europa Central y del Este se debe en gran parte a la frustración con el modo en el que el liberalismo fue impuesto en estos países tras la caída del Muro de Berlín en 1989.

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La práctica de copiar un modelo extranjero y ser presentado a los ciudadanos como si no hubiera otra alternativa es una humillación que niega las tradiciones e identidades nacionales, escriben ambos. En el caso de América Latina, sus argumentos plantean una pregunta interesante.

Esa región también formó parte de la ola mundial de democratización en los años ochenta y noventa y también ha visto un resurgimiento reciente de nacionalismos populistas. Entonces, ¿los problemas del liberalismo en América Latina se deben básicamente a que es una importación extranjera con pocas raíces locales?

La respuesta debe comenzar con un vistazo a la larga historia del liberalismo en América Latina, una región que ha visto oleadas de ideas extranjeras copiadas y de sus posteriores rechazos. La región consiguió independencia política hace dos siglos bajo la doble inspiración de la Ilustración europea y el constitucionalismo y los valores republicanos de los incipientes Estados Unidos.

Sin embargo, esos fundadores latinoamericanos que se propusieron construir naciones sobre la devastación de las guerras independentistas y bajo principios liberales rápidamente se toparon con las crudas realidades locales del poder y de la desigualdad racial y social. Terminaron rindiéndose ante caudillos (hombres fuertes, por lo general militares), quienes encarnaban “la voluntad de las masas populares”, de acuerdo con Juan Bautista Alberdi, un teórico político argentino.

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El liberalismo llegó a su plenitud en la región desde mediados del siglo XIX hasta la década de 1930. Los gobiernos civiles, aunque por lo general eran elegidos de manera fraudulenta, se convirtieron en la norma.

Suprimieron los privilegios de la Iglesia y abrieron sus economías al mundo. No obstante, en ese momento el liberalismo latinoamericano perdió el rumbo. En parte se transformó en positivismo, el cual exaltó la ciencia pero denigró la libertad, mientras que la industrialización planteó nuevos desafíos. Las nuevas sociedades de masas de la región se interesaron más en los derechos sociales que en los políticos y civiles. Líderes e intelectuales se embarcaron en la búsqueda de una fórmula nacional “auténtica” que incorporara las culturas indígenas. Para México, el liberalismo europeo fue “una filosofía cuya belleza fue exacta, estéril y, a largo plazo, vacía”, según palabras del poeta y pensador Octavio Paz en 1950.

El deseo por la autenticidad nacional alcanzó su apogeo con la Revolución cubana de 1959. Su líder, Fidel Castro, afirmó estar en guerra contra el imperialismo estadounidense en el nombre de la liberación nacional igualitaria. Pero en realidad, para mantenerse en el poder, Castro se convirtió en el imitador más grande de todos, al copiar servilmente a la Unión Soviética. Sus discípulos en todas partes tenían como oposición a dictadores militares de derecha.

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Algunos académicos desesperanzados empezaron a argumentar que la herencia católica y corporativista de América Latina la había hecho inmune al liberalismo. Sin embargo, el fracaso de las dictaduras, de los nacionalistas y del castrismo trajo a los liberales (quienes para ese entonces incluían a Paz) de vuelta, con las democratizaciones y reformas económicas promercado de los años ochenta.

El logro liberal ha sido dispar y políticamente frágil. La democracia electoral y el mandato constitucional se han mantenido, en general. Pero la separación de poderes es muchas veces más teórica que real. Los opositores de izquierda del liberalismo han condenado sus recetas económicas, a menudo llamándolas “el consenso de Washington” y tratándolas como una importación foránea, aun cuando muchos han seguido aplicándolas.

El liberalismo latinoamericano contemporáneo tiene dos puntos débiles. No ha logrado zafarse de la caracterización condenatoria de que es un “neoliberalismo” despiadado. En parte eso sucede porque algunos de los que se denominan a sí mismos “liberales” en América Latina (y en la península ibérica) son en realidad conservadores que se oponen a los esfuerzos para reducir las desigualdades inaceptables de las que se benefician. Por otro lado, el liberalismo genuino tiende a ser un dominio exclusivo de la élite de clase media y alta, con títulos de universidades extranjeras. No han sabido generar una nueva generación de líderes eficaces que reemplacen a aquellos que dirigieron la democratización.

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Aun así, el liberalismo es la mejor opción para proporcionar muchas de las cosas que los latinoamericanos desean: sistemas de justicia que contengan a los poderosos; igualdad de oportunidades; el bien público en vez de la protección de los privilegios privados; mejores servicios públicos a un costo fiscal accesible; la defensa de los derechos de las minorías y la tolerancia frente a un renovado fanatismo religioso, y ciencia en vez de charlatanería ideológica. La COVID-19 hace que sea más urgente conseguir todas estas cosas. Este debería ser el momento del liberalismo latinoamericano.

 

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