Panamá
Al Norte del oriente
El salto de la grulla blanca nos llevó por encima de los frondosos valles y los cálidos bosques tropicales.
- Alonso Correa
- - Actualizado: 27/12/2023 - 06:50 pm
El salto de la grulla blanca nos llevó por encima de los frondosos valles y los cálidos bosques tropicales. Atrás quedaron las colinas y las montañas, atrás quedaron las conocidas aguas de nuestro Pacífico, atrás quedó el sol y la mar. Cambió el color de la tierra, cambió el aroma del viento, cambió el sabor del agua. Ahora es un sol apacible y grisáceo el que ilumina una nueva ciudad, pero con la abrumadora sensación de no haberse movido de lugar, como un perro que persigue su cola.
Llegamos a Anhui, la provincia central del centro de China, cómo nos explicaron incontables veces. Este es el sitio de paso de todo los que brinda el país y lo demuestra con sus ciudades evolucionadas desde el suelo hasta el cielo. ‘Anhui’ es una palabra compuesta por el nombre tradicional de las dos tribus que confluyeron en una cordillera partida por el Yangtsé. Anhui es una mezcla, una fusión de dos culturas partidas y unidas por el polvo en el que viven.
El Yangtsé nace en lo alto de los Himalayas, cayendo como un largo rayo a través del territorio chino.
Alargándose por más de 6.300.000 metros, el río Azul es una carretera para buques, barcos y embarcaciones.
La vida a orillas del macizo acuático es tranquila y movida, el tiempo fluye a la velocidad de las olas que chocan con las piedras de la ribera. Los pescadores se escabullen entre los juncos de los humedales y los empresarios elevan ríos de concreto y acero para asaltar las nubes. La vida en las orillas del Yangtsé es calmada y agitada.
Las frías y pardas tierras de Anhui se abren para darnos paso a sus entrañas. Es típico, usual, que entre más fría sea el sitio, más cálida es la bienvenida y este lugar no es la excepción. Banquetes, almuerzos y cenas dominaron la agenda, alimentándonos como gorrinos con todos los platillos que los años de historia de este lugar descubren a los que nos adentramos en su cultura. En China, la gente come deprisa y bebe poco, esas largas cenas a las que nuestras raíces hispánicas nos han habituado aquí quedan en una anécdota.
En este sitio y como observación foránea, la comida, da igual que sea fruta, guiso, sopa o pan, tiene una sorpresa para el paladar extranjero. Todo lo que te lleves a la boca, todo lo que mastiques tiene un regusto amargo que aparece después de terminar y se encadena a la parte de atrás del cielo de la boca. Y no puedes lavarlo o esconderlo, se queda ahí aunque cubras todo en miel o azúcar. Solo ocurre con la comida autóctona, no con esas pomposas mentiras que nos sirven a los hijos de poniente. Tal vez sea una especia única a la que ellos ya han acostumbrado sus lenguas o, quizás, sea el amargo recuerdo de la crueldad sufrida.
Como ya lo había explicado anteriormente, China es una tierra cubierta de fábulas e historias, supersticiones y creencias, que se reiteran a lo largo y ancho del gigante asiático. Unas de las que más profundamente me llamaron la atención fue la existencia constante de algo que podría parecer un ritual, una pequeña mujer se replicaba cual campana en cualquier lugar al que llegamos, barriendo de forma constante el piso por el que pasamos, como intentando borrar las huellas de los que nos somos de ahí.
Pero los más de mil kilómetros que recorrimos a golpe de timón y gasoil me hicieron acordarme de una frase de Anthony Bourdain “Viajar te cambia. A medida que te mueves por esta vida y este mundo cambias ligeramente las cosas, dejas marcas, por pequeñas que sean. Y a cambio, la vida -y los viajes- dejan marcas en ti”.
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