Panamá
Anomia personal
- Alonso Correa
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Como ya he dicho, la definición de moral solo llega a comprender muy poco del infinito universo de reglas autoimpuestas con la que regimos nuestro día a día.
Las leyes, las reglas, los reglamentos, los mandatos, los mandamientos… estructuras intelectuales que moldean la manera en la que nos comportamos, en la que nos tratamos y en la que vivimos. Las leyes nos censuran, nos transforman, nos adaptan a una vida fuera de las barreras de nuestra mente.
Pero las leyes humanas, esas a las que tenemos que atenernos en la vida en sociedad, no son nada comparadas a las leyes propias, lo que algunos llaman nuestra moral. Pero no solo es el bien y el mal, son nuestros miedos, gustos, ascos, son las normas con las que nos mostramos a la vida que nos rodea, son esas formas que nos hacen como somos.
Vivimos en un océano de responsabilidades y derechos que nuestra inconsciencia, el Ello y sus pulsiones, creó para formar lo que completa aquello que llamamos "Yo". Las leyes, las reglas, son conceptos interiorizados en el alma del pueblo. A todos nos gustan las reglas, aunque nos desagrade seguirlas. No podemos llamar sociedad a aquello que no está organizado, una civilización rota, una donde la barbarie se convierte en la norma, se desprende de su tierra y se sumerge en el caótico Estigia.
Un imperio que no se autogestiona, naufraga y perece en el polvo del tiempo. Esa idea se ve replicada en la historia misma, plasmando imágenes de la necesidad de normas y leyes, costumbres y reglamentos. Porque la ley es paz, la ley es saber que, quitando salvadas excepciones, todo se regirá bajo un mismo tempo. El futuro se oscurece cuando la norma pierde fuelle y la entropía causa estragos en la psique de los que aún confían en regular el ímpetu humano de romper con lo establecido. Ahora, sí así de importante es el pilar del orden dentro del conglomerado humano en el que se visten gobernantes y tiranos, ¿qué pasa con nuestro imperio interior?
Como ya he dicho, la definición de moral solo llega a comprender muy poco del infinito universo de reglas autoimpuestas con la que regimos nuestro día a día. Porque diferenciar el bien del mal es apenas una porción de lo que nos convierte en lo que somos. La educación tampoco es suficiente, ni los traumas, ni las pulsiones, ni los instintos, ni la filosofía, ni la religión, ni el estilo de vida. Todo eso son piezas, porciones de una serie de mandamientos únicos y diferenciados, escritos en piedra y revelados al profeta de nuestra cabeza, ese al que escuchamos evangelizar las buenas nuevas de nuestra vida. En nuestra cabeza, sobrepoblada por pensamientos y preocupaciones, no existe espacio para dioses ni oráculos, porque ya existe una voz muda, de apariencia conocida y de conocimiento infinito, a la que seguimos a rajatabla. Su palabra es ley para nosotros, una ley impermutable porque romperla significaría dejar de ser quien somos.
La ley es orden y el orden es paz. Esa es la razón por la que nos estresa enfrentarnos a catástrofes y fechorías, situaciones donde nuestra ley se ve perturbada, enfrentada a la realidad del mundo exterior. Llámele como quiera, designio divino, instinto primitivo, moral humana; pero la ley interior, la nomofilia de la que sufre nuestro cerebro, se manifiesta en la manera en la que nos despertamos, respiramos, comemos, nos reproducimos, peleamos y lloramos. Las leyes son más humanas que el propio ser humano, porque su invariabilidad en la condición humana nos ha traído hasta este punto en el tiempo. La anarquía, la anomia, la carencia total de algo en lo que sostener el orden golpea en un nervio expuesto, en una herida abierta, la esencia misma y primigenia de lo que engloba el orden humano.
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