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Árbol caído: Carne de loro y miel

- Publicado:
Silvio Guerra Morales (opinion@epasa.

com) / Abogado.

Tan solo se escuchó aquel fuerte y estruendoso sonido.

Los propios cañaverales de los que estaba construida la casa emitieron sus quejidos.

Quedamos pasmados.

Era una tarde temprana de caluroso verano.

El cielo no anunciaba lluvias, así que todos preguntamos ¿qué sería aquello? No era un trueno ni un rayo en el cielo, pues la misma tierra se había estremecido.

No demoramos mucho tiempo en concluir que aquél imponente tronco, como de diez metros de altura, cuyas ramas ya lo habían abandonado por viejo, y que se encontraba como a unos sesenta metros de distancia de nuestro rancho, había sido doblegado por el tiempo y ahora yacía partido en tierra.

“¡Buena leña!”, “¡Buena leña!” se repetía mi padre, y mi madre nos alertaba a que tuviéramos mucho cuidado al llegar al área.

Corrimos, pienso ahora, más rápidos que Usain Bolt, y en cuestión casi de segundos, ya estábamos allí contemplando el imponente tronco, impactante su grosor.

¿Por qué fuimos a ver lo que había pasado? Nos alentaba una sola razón: el viejo tronco servía, con sus huecos por todas partes, de nido a cientos de loros que habían encontrado en él majestuosos espacios para hacer sus nidos, poner sus huevos y ver nacer y crecer a sus críos.

No, nos llamemos a engaños, nadie pensaba en terminar de criar a los pequeños o llevarnos de mascota a algún sobreviviente.

La idea que nos animaba era otra: muchos loros muertos, mucha comida en casa.

Entre los pobres nada que represente alimento puede descartarse.

Los momentos románticos hacia las especies de animales pareciera estar destinada a gatos y a perros, no a muchos, sino a un gato y a un perro.

Más de esto puede peligrar la misma subsistencia de la familia.

Se acepta un loro y un perico, no más.

Ya en el rancho los teníamos.

Bueno, empezamos a recoger loros muertos por doquier.

Habían muerto muchos, otros lograron volar.

¿Pichones? Nadie quería comer pichones.

Esos quedaron allí teniendo por tumba al propio tronco.

En medio de la espesura de la montaña, aquella que ya no existe, allá en las proximidades de Manaca Civil, la recuerdo porque concluía la década de los sesenta, de pronto se escuchó un grito maravilloso de uno de mis hermanos que anunciaba mucha dulzura y felicidad: ¡Un panal, un panal, mucha miel, bastante miel! Efectivamente, en la punta del viejo árbol estaba el panal, era enorme, grande y la miel lentamente empezaba a correr por tierra.

Nos lanzamos raudos sobre el panal y cogíamos los pedazos para masticarlos y exprimirlos en nuestras bocas, como si fueran un chingongo y sacarles hasta la última gota de aquella dulcísima miel.

No eran tiempos, en la montaña, de chicles ni de caramelos: la propia naturaleza nos brindada aquellos deleites.

Al día siguiente, luego de la ingesta de miel, vino lo mejor para el almuerzo: Había un pailón de loros a la criolla, muy bien guisados, con blanquito arroz.

Todo este menú hecho al mejor estilo de mi madre: con pimientos, culantros y tomates por ella sembrados y cosechados, grandes, de vívidos colores, paridos por una tierra virgen y sin mancilla.

Hoy, aunque parezca un cuento o una jocosa historia de Gilligan en su isla, rememoro aquellas vivencias como cadencias arcanas de un mundo que se me fue, pero que me inspiró el amor por mi terruño, sus bosques, su gente, pero sobre todo, porque hicieron germinar en mí un acendrado amor por los campesinos, por los pobres, por esas grandes mayorías enquienes casi nadie piensa en su bienestar.

¿Quién creería que fuimos alimentados, en algún momento, con carne de loros? A veces yo mismo lo pongo en duda, pero de que ocurrió, insto a no ponerlo en duda.

Y otra cosa: no la coman, dejen vivir a los loros.

Aquel almuerzo gourmet lo brindó un acto de la naturaleza y no la mano de mi padre o de algún lejano vecino.

Seguro que alguien dirá: “¿Carne de loros en un almuerzo?, ¡puro cuento!”.

Abogado.

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