Panamá
Cansancio social o problemas maritales
El conocimiento es un arma, una muralla, un cañón y un hacha. El conocimiento puede descubrir soluciones, encubrir problemas e inventar planetas.
- Alonso Correa
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- - Actualizado: 15/11/2023 - 12:00 am
El conocimiento es un arma, una muralla, un cañón y un hacha. El conocimiento puede descubrir soluciones, encubrir problemas e inventar planetas.
El conocimiento, esas pizcas de alma que transporta nuestra esencia, es sobre lo que se ha construido todo aquello a lo que llamamos nuestro. Conocer una aflicción, un problema, una enfermedad o una entidad nos otorga el poder para replicarla, destruirla o mejorarla. El conocimiento salva vidas y las quita, mueve montañas y desvía ríos, crea pirámides y explosivos; el conocimiento concentrado en una cabeza es capaz de escapar de la peligrosa selva, del más profundo calabozo. Somos animales con conocimiento, o mejor dicho, somos conocimiento disfrazado de animales.
El conocimiento es tan preciado, tan buscado por los que han empezado a respirar, que creamos entidades enteras para su preservación, distribución, revisión y manejo. Basamos la cultura de una nación a cuatro paredes, 120 patas metálicas y un pizarrón. Pero la ignorancia es pendenciera e inteligente. Busca cualquier grieta para sembrar un llano de incertidumbre.
Entra por las cloacas y sale por las bocas de los que hacen mucho ruido. Ese es el peligro del desconocimiento, su capacidad para gritar, sus pulmones para alzar la voz, su deseo de llamar la atención. El desconocimiento se alimenta de las almas de incautos escuchas que atienden sus lecciones, porque su hipnosis hace que le carcoma la lengua, le pique la garganta, le sangre la úvula a todo aquel que no repita su sermón, ataca al disidente de sus ideas.
El desconocimiento ha roído nuestros lares y al compás de su nociva canción, hemos deshecho la cohesión, el entendimiento y la razón. Pero la ignorancia tomó el poder, haciéndose con los cargos más importantes de esos mismos centros en donde se guardaba el saber. Una vez hecha con el mando, se ha dado en la tarea de crear infantes envueltos en ella. Entonces nos queda un pueblo de mierda, vasallo de la ineptitud, que prefiere alzar el grito defendiendo a la inmunda ignorancia, cargando panfletos de la más obscena propaganda antes que abrir los ojos hacia las más obvias de las verdades.
La respuesta puede estallarles en la cara y quemarle todos los vellos del rostro y ni así, por culpa de su más absoluta estupidez, logran conseguir aplacar su desfachatez. Porque este matrimonio contraído con el voto, ese contrato firmado con derecho, no funciona del todo bien.
Le damos las llaves de nuestra casa a los degenerados cuatro años, los invitamos a violar cada norma, cada regla, cada costumbre. Somos las crías de una manada de suicidas. No tenemos a nadie a los mandos, no hay piloto en este avión ni capitán en este barco. Preferimos estrellarnos antes que enfrentarnos a la realidad.
Porque la realidad es que nos han engañado y nosotros, ignotos, nos la hemos creído toda. Todo porque no nos han enseñado a abrir un libro, a investigar, a curiosear, a volver a ser niños, a hacer preguntas, a cuestionarnos cosas, a manifestarnos ante la incredulidad.
Nos hemos acostumbrado a todo fácil, a la información sencilla, a los datos masticados, a la propaganda y a los halagos. Nos acostumbramos al desconocimiento conocido, a la comodidad del no saber, a la frescura de la ignorancia y al atrevimiento de la incultura. Y de eso, señoras y señoras, no se sale fácilmente.
Porque nuestras instituciones están podridas, dañadas y olvidadas. Aplaudimos la quema de libros y la censura por el bien de “alguien más”, somos solidarios de pacotilla. Somos tacaños intrínsecos arropados en una túnica de oro, plata y papel. Y de ese arrogante sitio, señoras y señores, tampoco se puede escapar.
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