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Dejemos de ser quejosos crónicos y pongámonos a trabajar

Nos convertimos en una multitud de quejosos crónicos, pero de ahí no pasamos, porque esperábamos que el Estado u otros se encargaran de solucionar el gran inconveniente que enfrentábamos.

Félix L. Figueroa - Publicado:

Ha llegado el momento de las exigencias. No más egresados de centros superiores con vocabularios limitados, con errores ortográficos, con argumentaciones ilógicas, de exhibir ignorancia en asuntos elementales. Foto: Freepik.

No son pocos los panameños que se han referido últimamente y con frecuencia, al estado deficiente de nuestra educación. Algunos han culpado a la fatídica pandemia, olvidando que antes del aciago 2020, muchos disconformes abordaron el tema de la pésima calidad de la instrucción que se impartía en el país en todos los niveles educativos.

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Indudablemente, traíamos un arrastre que se debió atender inmediatamente, pero nadie se atrevió a hacerlo a pesar de reconocer que, comparado con otros sistemas, el nuestro estaba verdaderamente atrasado, padecía males difíciles de superar, ante los cuales no podíamos quedarnos impávidos, sino actuar.

Se habló de falencias, de contenidos programáticos obsoletos, de aumento del número de días y horas de clases, de falta de presupuesto para introducir las correcciones correspondientes, de las competencias exigidas por el mercado laboral, de la politización del sistema de selección de docentes, para permitir que los mejores se encargaran de capacitar a los panameños para el manejo eficiente del Estado como había ocurrido en el pasado no muy remoto.

La gran mayoría coincidió en que era menester modernizar la educación que se impartía en el país, que era menester renovar laboratorios, ponerse al día tecnológicamente y hasta se sugirió que era imperativo revisar los métodos que se aplicaban y reemplazarlos por aproximaciones más interesantes, más llamativas, más convincentes, además de robustecer el pensamiento analítico y crítico de los discípulos y quienes velaban por su aprendizaje.

Nos convertimos en una multitud de quejosos crónicos, pero de ahí no pasamos, porque esperábamos que el Estado u otros se encargaran de solucionar el gran inconveniente que enfrentábamos.

Hubo diversidad de opiniones, pero ninguna acción en la cual involucrarnos para exigir que maestros, profesores y catedráticos enseñaran, profundizaran y evaluaran rigurosamente, la aplicación de lo explicado para comprobar si, además, de alguna manera, se había estimulado el pensamiento crítico y la investigación espontánea y sesuda que descartara lo irrelevante y almacenara en el cerebro lo que se necesitaba para ser educado y estar en capacidad de servir a la nación, oponiéndonos a la mediocridad típica del momento, a la memorización improductiva, mecánica, inconexa con lo que era necesario hacer.

Fue el instante en que precisamente debían verificarse los resultados de una carga académica de doce años, demostrar su validez o fracaso y la necesidad imperiosa de descartar lo inservible e introducir el imprescindible requerido. Un cambio que jamás dejó de hacerse.

La reacción no se hizo esperar. Nada sorprendente sucedió, lo mismo de siempre: mesas técnicas, diálogos, seminarios, investigaciones y todo tipo actividades, robotizar. Además, no hubo la suficiente fortaleza para demostrar que el hogar tenía la obligación de exigir no solo a los aspirantes, sino a todos los estudiantes, la debida autopreparación para aprobar con excelencia, no únicamente los exámenes de ingreso a los que tenía que someterse para acceder a las carreras universitarias ofertadas.

Nadie entendió ni aprendió que perennemente hay la oportunidad de complementar, de mejorar, de salir del estancamiento, responsabilidad individual de quien aprende para servir.

Contrariamente, salió a flote la complicidad de muchos para que nuestra juventud egresara del nivel de sabidurías, que se debe poseer para ser universitario y para que las universidades estatales no quedaran sin matrícula, se procedió a bajar la altura de requerimientos para que muchos principiaran orgullosos, pero muy pocos terminaran.

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Pero dado que la modernidad exige el diploma universitario, numerosos estudiantes se mudaron a centros no oficiales que les facilitaron el ansiado documento, en tiempo corto, sin respaldar al susodicho diploma con asignaturas cuyos temas modulares fueran una demostración de implícitos significativos explicados por verdaderos maestros y poner a disposición de la sociedad personal idóneo que honre la majestad del título logrado mediante la exégesis de una temática a tono con lo que ocurre hoy, pero tiene sus fundamentos en el ayer. Ingresamos así a la comercialización de los bachilleratos, licenciaturas y doctorados.

Se quedó atrás la demostración de haber sobrevivido a fórmulas de evaluación exigentes, el gran orgullo del universitario evitando que persona alguna se atreviera a poner en duda lo valioso de su preparación y su capacidad para participar en la vida de la sociedad, para hacerla más equitativa, más llevadera y procurar una mejor forma de existir a los asociados.

Ha llegado el momento de las exigencias, de poner alto a lo que ha ocurrido y aún sucede. No más egresados de centros superiores con vocabularios limitados, con errores ortográficos que dejan de ser errores para convertirse en horrores, con exposiciones incoherentes, con argumentaciones ilógicas, con superficialidad en el examen de las albures de la vida, de exhibir ignorancia en asuntos elementales. Existir es un proceso sumamente serio, complicado y exigente para juzgar con frivolidad, con vergonzosa superficialidad. Seamos serios.

Ojalá que acá se produjera el fenómeno muy común en algunas universidades extranjeras que se dan el lujo de seleccionar a sus pupilos. En ellas, solo los buenos sobreviven con un futuro asegurado, pero sobre todo, una formación que contribuirá al progreso, listos para hacer aportes que favorezcan al universo en crisis que nos ha tocado vivir.

Docente jubilado.

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