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El bautizo de los ‘diablos rojos’

En 1983, visitaba el Museo de Arte Contemporáneo recién mudado a calle San Blas, Ancón, al edificio otrora sede de la Logia Masónica de la Zona del

Stanley Heckadon-Moreno (Antropólogo) - Publicado:

En 1983, visitaba el Museo de Arte Contemporáneo recién mudado a calle San Blas, Ancón, al edificio otrora sede de la Logia Masónica de la Zona del Canal. Un día la pintora nacional Tereza Ycaza me convence prologar el catálogo de un homenaje a los pintores de buses de la capital. Galerías de arte rodante conocidas como los “diablos rojos”. Acepté, con algo de aprensión, ya que mi trabajo de campo se había centrado en los temas de campesinos e indígenas. Preparé una encuesta para los artistas y a un grupo selecto entrevisté en persona.

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Treinta pintores llenaron la encuesta. Comparto algunos datos de esta encuesta. En su mayoría eran de los barrios populares capitalinos. Intérpretes de los gustos y valores de sus habitantes. Según ellos, su habilidad era don de Dios. Más solo el destino decidirá el rango que en la jerarquía artística ocuparía cada uno. Eran de los antiguos barrios del arrabal, el extramuros de Panamá: Santa Ana, El Chorrillo, El Marañón y San Miguel. Otros de barriadas recientes de las afueras, surgidas tras la II Guerra Mundial: El Ingenio, Carrasquilla, Juan Díaz, San Miguelito, San Joaquín, Pueblo Nuevo y Tocumen. Había de La Chorrera y la caribeña ciudad portuaria de Colón. Uno, bajo nacionalidad, puso Chiriquí, reflejo del orgullo que los hijos de esta lejana provincia sienten por su tierra.

Firmaban sus obras de tres modos. Unos usaban su primer nombre: Adonay, Alexis, Agustín, Danilo, David, Edwin, José, Gilberto, Pedro y Marco. Otros, sus apellidos: Aparicio, Betancourt, Caicedo, Castillo, Fong, Saldaña y Martínez. Los terceros empleaban sus apodos: Yoyo, Monchi, El Profeta, Lytho, Géminis 83, Guille, SAT y ARA. Ya fuese que estas pinturas llevasen el primer nombre, apellido o apodo del artista, sus nombres eran famosos entre la clientela del transporte urbano capitalino, ante todo la juventud estudiantil.

Dos de ellos eran los más veteranos. Uno, nacido en 1926 y el otro en 1938. Los maestros más reconocidos tenían 30 años en este arte, desde la década de 1950. A los de esta generación se les identificaba como los “del tiempo de Yoyo”, por el más famoso pintor de “diablos rojos”, Teodoro de Jesús Villarué, alias “Yoyo”. A ella pertenecían Billy Madriñán y Meneses. Otros se habían iniciado en las décadas del 1960-70.

El número de buses decorados variaba de un pintor a otro. Unos habían pintado decenas. Otros centenas. Los grandes maestros, más de 400. Sus tarifas variaban de $100 a $1,300 si el trabajo era “el bus completo o partes” y de la fama del artista.

Por regla, ellos recordaban los nombres y rutas de los buses que habían pintado y el de sus dueños. Un bus decorado sin nombre no se consideraba individualizado. Es como si un caballo de carrera o un gallo de pela no tuviese nombre. El nombre retocado va a ambos lados en la parte delantera. Es permanente y acompañará al bus durante su vida rodante. Es derecho del dueño escogerlo. Es común que se use el de un ser querido, pero también gustan los de ídolos del celuloide y la música tropical. Estos son algunos nombres: Sonero Mayor, Sonero de Barrio, El Gran Combo, Avispón Verde, Bruce Lee, Tutankhamon, Crucero del Amor, Tren del Placer, La Candela, El Gallo, Don Coquet, Kassim, Espartaco, Fantomas, La Regazza, The Whip, El Socio, Mr. Richard, Nagasaki Jr., Pinki el Conde, Miss Panchita, Niña Nancy, El Gran Mandi y El Puma.

A la sazón, un bus cuyo nombre generaba comentarios maliciosos era “Ricardón”. Obra del maestro Martínez. Se refería a un escándalo mediático del momento. Un hombre corpulento y misterioso que en las noches asaltaba a las mujeres. A diferencia del descuartizador de Londres, no las mataba, las violaba. La policía estaba confundida pues las víctimas no podían describir al asaltante. Decían haberse desmayado al ver la descomunal dimensión de su órgano.

Si el dueño del bus era religioso usaba el nombre de su santo patrono, pues la devoción del Istmeño es, ante todo, una relación con los santos. Así me describió el maestro Marco Antonio Martínez el bautizo de un “diablo rojo”. “El día del bautizo va mucha gente. Hay veces que hasta el cura lo bautiza. El señor Roco llevó su bus a bautizar a Nuevo Emperador. Fueron el dueño del bus, su señora, el conductor y el pintor. El padre lo bendijo y lo bautizó como un cristiano. Luego dieron su vuelta en el bus. En su mayoría, los buses con nombre de santos son bautizados”.

Una postrera anotación antropológica. A un bus lleno de pasajeros se llama “una jaba”, es decir, “un motete”. Nombres para la cesta tejida de mimbre que la gente del campo en el Istmo tejen para llevar cargas pesadas. Esta es la tercera y última entrega que escribo sobre uno de los estudios más inusuales que he realizado.

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