Panamá
El Edén fuera del Edén
ero ese espíritu murió hace mucho, se disolvió en la niebla de la desesperación para darle paso a la triste apatía; la puñalada que hirió de muerte aquella jovial aura que hacía que el almíbar del sol se derramara sobre la tierra fue en realidad un pequeño, cancerígeno y virulento, parásito que dejamos que se colara en nuestra alma.
- Alonso Correa
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- - Actualizado: 10/8/2022 - 12:00 am
Las toxinas del hastío penetran en lo más profundo de las células. El ruido blanco de la rutina nubla la vista. Los segundos se vuelven minutos, los minutos horas; el día se transforma en noche y tú, distraído por los matices de gris que recorren los rayos de luz, dejas pasar el tiempo entre tus dedos. Los párpados se abren en la mañana, pero el cuerpo no responde. El cerebro, deshecho bajo el peso de un día más, enciende el autopiloto permanente porque el tiempo pierde sentido si en él no hay un espíritu que lo mantenga vivo.
Pero ese espíritu murió hace mucho, se disolvió en la niebla de la desesperación para darle paso a la triste apatía; la puñalada que hirió de muerte aquella jovial aura que hacía que el almíbar del sol se derramara sobre la tierra fue en realidad un pequeño, cancerígeno y virulento, parásito que dejamos que se colara en nuestra alma.
La sanguijuela se enganchó y no ha dejado de drenar la alegría que coloreaba con diamantes el día. La silenciosa muerte se dio en la oscuridad, lejos del ojo avizor que anunciara el fallecimiento. Porque la dopamina solo llega con la vibración de un 'me gusta', porque se fragmenta el interior en cada respiración dentro del ambiente artificial, ficticio e inorgánico que es la sociedad actual. Cada día resuena más fuerte dentro de la consciencia, porque el sabor de los frutos de la reflexión persiste en el tiempo junto con el susurro de la frase "quiero convertirme en el viento que aúlla entre los árboles".
El sentimiento de que fuera de los bestiales saucos de concreto y hormigón, lejos de los anchos ríos de asfalto y cemento, más allá de las telarañas de caucho y cobre, existe un lugar, un santuario en donde se resguarda la paz y la armonía. Donde todo fruto tiene un parche de tierra para crecer, donde la suave y húmeda brisa refresca el ambiente y convierte en placentero hasta el más caluroso día, donde los narcisos y crisantemos mapean las verdes praderas y donde, por fin, se dejen atrás las estúpidas reyertas por conflictos ya superados. Porque se ha devaluado esa frase en latín, porque ya solo vale para tatuar la piel o para hacerla bandera de viciosas bacanales. Carpe diem quam minimum credula postero, "aprovecha el día, no te fíes del mañana". Horacio, en esta máxima, no entrega al lector una carta blanca para llevar a cabo sus más oscuras fantasías ni una filosofía para cercenar el sentido común del temerario que quiera bailar un vals con la muerte. Aprovechar el día tampoco es utilizar hasta el más ínfimo momento para no dejarle paso a la procrastinación. Carpe diem es vivir con alevosía y premeditación. Es disfrutar el aroma de la lluvia que acecha en el horizonte. Es masticar, saborear y digerir los momentos dulces, agrios, amargos y ácidos que nos entrega el destino. Carpe diem es conocer que toda acción tiene una reacción y que no existe manera de corregir los engranajes del futuro.
Y es que no se puede aprovechar el día si estamos enclaustrados en lo más profundo de una red que soslaya nuestra libertad. No podemos hacernos de la esencia que nos vuelve seres libres sin la libertad de la naturaleza que nos rodea. Porque el asfixiante existencialismo digital que se creó en el nicho de lo que es hoy en día internet solo nos deja un mantra con el que resguardarnos de la intemperie del anonimato, “publico, luego existo”. Y entre más se enrolla esta depredadora idea en las mentes de los integrantes de las tres w, más lejos de aquel precioso Edén nos encontraremos.
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