Análisis
¡El genio es sinónimo de la inmortalidad!
- Paulino Romero C.
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- opinion@epasa.com
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El mito, si es verdad un mito, de la inmortalidad, consuelo ofrecido por la religión al hombre para saciar su ansia de vivir o para satisfacer su orgullo, en el plano terreno es privilegio exclusivo quizás de un grupo de seres elegidos, como Shakespeare, Sófocles, Pascal o Miguel Ánge
Con sobrada razón se ha dicho que es más fácil morir que nacer. Para bajar al sepulcro basta un paro del corazón, el impacto de un proyectil, un accidente de automóvil o de aviación, la falta de un poco de oxígeno o la simple ruptura de los vasos que irrigan al cerebro. ¡Qué lento y difícil, en cambio, el proceso para traer al mundo a un ser humano! Solo las madres conocen el cúmulo de sacrificios necesarios para dar vida a una criatura que durante varios meses ha llevado en su vientre. Hasta después de abrir sus ojos a la luz del día, la incertidumbre rodea aquella vida naciente.
La vida, que tantos esfuerzos ha necesitado, primero para germinar y luego para romper el velo que la separa del mundo, sigue pendiente en un hilo: basta un soplo de viento o un golpe propinado al azar para que lo que ha exigido tanto afán y ha costado tantos desvelos se extinga como una mariposa que se carboniza al contacto con la luz o como una flor destruida por una pisada involuntaria. Una obra de arte puede perdurar indefinidamente, puede ser admirada y aplaudida por muchas generaciones. En cambio, la mujer que sirvió de modelo a Fidias para esculpir el rostro de Afrodita o la que inspiró a Rafael el lienzo de algunas de sus madonas desapareció sin dejar el más leve rastro de su paso por la tierra.
El libro, en cuyas páginas el genio ha plasmado sus ideas e impreso el poder de su pensamiento, puede sobrevivir por centurias al cerebro que generó esa luz y lo convirtió en lumbre imperecedera. Un resplandor que recibimos, y que en noches cálidas deslumbra nuestros ojos, procede tal vez de una estrella que hace ya miles de años desapareció del espacio. El hombre, al igual que un astro, vale menos, infinitamente menos, que la luz que genera y con la cual puede deslumbrar a muchedumbres enteras y a varias generaciones humanas.
El mito, si es verdad un mito, de la inmortalidad, consuelo ofrecido por la religión al hombre para saciar su ansia de vivir o para satisfacer su orgullo, en el plano terreno es privilegio exclusivo quizás de un grupo de seres elegidos, como Shakespeare, Sófocles, Pascal o Miguel Ángel, cuya gloria se ha mantenido incólume. Dios reservó la gloria de perdurar mucho más allá de la tumba, a estos imperecederos genios universales.
El poder de esos hombres va aún más lejos y se iguala casi a los dioses, no solo les es dable conquistar para sí mismos la inmortalidad, sino también transmitirlas a otras criaturas nacidas de su genio. Los personajes que pueblan el teatro de Shakespeare han pasado de las tablas de los escenarios al mundo real, hasta el punto que Otelo y Hamlet forman parte de la sociedad en cuyo seno nos movemos diariamente. Así como sentimos la presencia de Dios en la naturaleza, palpamos también, en la mente, la de los grandes inventores de criaturas pertenecientes al maravilloso mundo de la ficción.
El genio comunica inmortalidad aun a los sitios elegidos para servir de escenario a sus creaciones. El viajero que recorre las llanuras de La Mancha siente cabalgar al Ingenioso Hidalgo. No se puede pensar en un avaro sin identificarlo con el Harpagón de Moliere. No cabe, pues, la menor duda: ¡El genio es sinónimo de la inmortalidad!
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