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La Mita

Juan Carlos Ansin - Publicado:
LA AMÉRICA nuestra, desde su refundación colonial, está destinada a convivir con dos culturas: la europea y la aborigen.

Cinco siglos no han sido suficientes para que ambas se hayan integrado completamente.

En todo el continente los indígenas se encuentran, social y económicamente, en los niveles más bajos de la población general.

Por centurias los gobiernos no han hecho más que promesas incumplidas.

Las instituciones nacionales e internacionales se han limitado a hacer estudios estadísticos y a señalar sus problemas pero sin tener la fuerza o poner el empeño suficiente para solucionarlos.

En USA, la primera potencia, aún viven en reservaciones alejadas y pobres.

Hace poco tuve la oportunidad de conocer el villorrio de un grupo de apaches y mescaleros de Nuevo México.

En medio de sus humildes casas -mansiones comparadas con las de nuestros Gnöbe buglé- se levanta, como un tótem majestuoso, el enorme casino cuyas luces de neón transfiguran el bello paisaje invernal y espanta a los antiguos espíritus de la montaña que acompañan a Manitú en su ronda nocturna por el cercano pueblito turístico de Ruidoso.

Al gobierno federal y a sus lobos cabilderos -como antaño hicieron con el tabaco y el alcohol- no se les ha ocurrido mejor solución, para sacarlos de la pobreza, que fomentar la administración de este otro vicio implacable e incurable.

Una cuenta más del largo calvario impuesto por nuestra civilización, como un cáncer, bajo el amparo de leyes corruptas que son la carroña de la democracia y una vergüenza social.

En México toda una región se halla alzada en rebeldía -como en épocas de la revolución mexicana, pero sin Villa ni Zapata- tras un mediático señor enmascarado retratado en las portadas de las revistas sexistas del hermoso país de los olmecas.

Centroamérica y Panamá van de la mano en la exclusión de los indígenas de la vida nacional.

Las causas son complejas y todos somos responsables, la pobreza y la inoperancia de las magras ayudas que antes de cada elección suelen socorrerlos no son suficientes.

Necesitamos un ejército de maestros, antropólogos, sociólogos y psicólogos culturales para -respetando sus costumbres- acercarles los adelantos que disfruta el resto de la población, e integrarlos al siglo XXI, el del canal interoceánico que según agoreros optimistas en menos de una década nos hará entrar al primer mundo.

En América del Sur, los descendientes de los incas parecen ahora despertar de su letargo y pretenden dominar -hasta donde los dejen- la escena política de Bolivia y del Perú, falta ver con qué apoyo del sector empresarial y con cuánta fuerza podrán sostener los embates de "orejones" neoliberales sucesores de los señores de las minas.

Ecuador y Perú están bajo la mirada escéptica de politólogos latinoamericanos residentes en Madrid o en Londres.

Como un cóndor de grandes alas negras merodean por el claro cielo andino y se asombran de que todavía los curacas sin saco y corbata, no hallan llegado a la época de la Ilustración y esperan su fracaso.

Con ironía, como si se tratara de una tara genética o de una enfermedad endémica, achacan todos sus males a su cultura ancestral, ya que esta, según su sapiencia, les impide participar en el mercado "libre" subsidiado.

No hayque volver al indigenismo utópico del buen salvaje de Rousseau, ni a la etnografía global de Levi Strauss para preocuparse de este resurgimiento, el "del lado oscuro" de la conciencia latinoamericana.

Ya era hora, porque: "En tiempos de las bárbaras nacionesDe las cruces colgaban los ladrones/Hoy, en el tiempo de las Luces/Del pecho de los ladrones/Cuelgan las cruces".

En el siglo XVII de la cultísima Francia Luis XIV, el Rey Sol, era su monarca.

Dos o tres siglos antes ya los incas tenían también su Dios Sol, el Inti del Tiahuantisuyu.

También acá, en el ombligo del mundo (Cuzco en quechua) los nobles, sacerdotes y mercaderes pertenecían a la alta burguesía, la misma que Luis XIV "canonjeaba" a placer en París.

A diferencia de la ilustrada Francia, los "orejones" (así apodaron los españoles a la nobleza inca) para serlo, debían estar graduados en las disciplinas de poesía, historia, administración, religión, astronomía, geometría y arquitectura.

Curiosamente, a pesar de carecer de una escritura formal -en su lugar utilizaban un sistema de nudos y colores que esbozaba una primitiva escritura mnemónica- lograron un desarrollo asombroso.

Allí también, como hoy en algunos países del primer mundo ilustrado, existía un imperio con un gobierno piramidal y teocrático.

Adelantándose varios siglos a los fundadores del socialismo utópico europeo los incas desarrollaron un sistema económico distributivo.

La unidad social básica era el ayllu, especie de corregimiento habitado por una población que, sin ser un clan, la conformaban familias comandadas por el curaca (jefe).

Los curacas se encargaban de administrar tanto la producción individual como la colectiva, destinada a pagar los tributos.

Tanto la producción individual como la tributada, se hacía bajo un régimen de solidaridad recíproca siguiendo reglas propias de cada comunidad.

Así, en tiempos de guerra o de catástrofes, el Estado enviaba lo que el curaca de las villas le solicitaba.

También se encargaba de la permanente redistribución interregional y trocaban productos distintos, las papas del sur por los tejidos del norte, la orfebrería de la costa por el ganado de la sierra, etc.

Pero lo más interesante del sistema incaico fue la obligación que tenían sus súbditos, entre los 18 y 50 años, de participar temporalmente en la Mita.

La Mita era un servicio social obligatorio para ayudar en la construcción, mantenimiento y ampliación de las obras públicas, puentes, templos, fuertes, caminos, almacenes de acopio, etc.

También tenían que servir como guerreros.

El esplendor de esa cultura, en varios aspectos superior a la europea y por mucho a la de sus conquistadores, fue exterminada por un puñado de hombres a caballo, con armas de fuego y dueños de una ambición sin límites.

Contrario a lo que una corriente filosófica liberal dictaminara, estos hechos aparentemente extraños, demuestran que la historia no tiene fin.

Los soñadores ilusos, utópicos y decadentes de mi generación todavía creemos en el valor del espíritu solidario, donde en un futuro, los indígenas de América, en la espiral de la historia, podrán comandar una nave espacial -con el escudo del Imperio del Sol en sus alas- en pos de la reconquista del Cuzco en un lejano planeta de alguna galaxia perdida.

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