Panamá
Olvidados I
- Alonso Correa
- /
- opinion@epasa.com
- /
El vehículo, traqueteando aún más que el avión nos lanza a través de Changuinola. La pericia y las maniobras del conductor recortaban las distancias y esquivaban los cráteres en una carretera que serpenteaba a lo largo de montañas y ríos, con la atenta mirada del mar a babor. Cortamos, con el machacante ronroneo del vehículo, por valles y montañas.

El incesante ruido de los motores de la avioneta creaba una atmósfera estresante en la cabina, pero al mismo tiempo ayudaba a conciliar el sueño truncado por un vuelo tan temprano. El baile de la aeronave entre las nubes modificaba las posiciones de los contorsionistas que tratábamos de dormir.
Los interminables platanales se preguntan qué hacíamos allá arriba. Aterrizamos poco después de las 9:00. Una pequeña comisión de policías fueron nuestro comité de bienvenida. Se compensó la falta de gente con una improvisada rueda de prensa.
Una cuadrilla de vehículos estaban esperando fuera. El sonido de la puerta cerrándose fue similar al de una pistola. El vehículo, traqueteando aún más que el avión nos lanza a través de Changuinola. La pericia y las maniobras del conductor recortaban las distancias y esquivaban los cráteres en una carretera que serpenteaba a lo largo de montañas y ríos, con la atenta mirada del mar a babor. Cortamos, con el machacante ronroneo del vehículo, por valles y montañas. Cruzamos ríos y quebradas, con las orillas salpicadas de latas de cerveza, cigarrillos y desechos civilizados varios. A lo largo de estas sinuosas vías, comitivas de indígenas ngäbes, entre miradas y sonrisas, iban dejándonos pasar. La selva de jade nos acompañó todo el trayecto, pero sin dejarse tocar.
Los buses detienen de manera brusca nuestra travesía terrestre al arribar al embalse del Changuinola, una maravilla de la ingeniería que choca de frente con las calles de tierra rojiza y tosca que lo rodean. A menos de un kilómetro del embalse hemos llegado a Charco La Pava. Son las 10:32 de la mañana.
Nos bajamos en fila india, un maremoto de individuos empiezan a rodearnos y sacando sus teléfonos empezaron a grabar la escena.
Todo era irreal mientras más y más personas empiezan a llegar. Los hombres hablan mientras las mujeres callan. El choque entre dos mundos se enciende con la presencia policial. Viejas rencillas van asomando la cabeza venenosa y obligan a la comitiva a refugiarse en un viejo caserón de madera. A mí, supongo que por mi tamaño, se me cuestiona acerca del cargo que estoy cumpliendo. Un par de gestos de desconfianza asoman con mi respuesta. Trato de no prestarle mayor atención al asunto y me quedo absorto por la vegetación, el cielo, la selva y la tierra que convergen en un solo punto. La represa. Una punzante molestia
aparece en mi tobillo. Al bajar la mirada me doy cuenta de que he pisado un hormiguero y ahora centenares de pequeños puntos negros recorren mi pie izquierdo. Trato, sin hacer mucho ruido, de sacármelas de encima, no sin antes llevarme un par de mordiscos más.
Entre más tiempo pasa, menos vergüenza hay. “Para nosotros, eso es ‘agua muerta’” me espetan al verme admirar el espectacular azul verdoso del lago artificial. Nuestras visiones hacia el gigante acuático son distintas, para ellos es una muestra grotesca y vil de desprecio a la naturaleza, un insulto; para mí, una imagen clara de belleza y de desarrollo de nuevas energías que
pueden llevar riqueza y bienestar a la zona.
El sol del mediodía abrasa a los pobres incautos que no tienen dónde cubrirse. El sudor toma la vía rápida y cae desde las axilas hasta la camisa. Una delicada brisa refresca de pronto, aunque sea un poco, el calor de la selva. El tiempo de espera se rellena con grabaciones y afirmaciones. Como en una obra de teatro, cada uno toma el papel que le tocó. Las víctimas y los victimarios. Los médicos y los pacientes. Los que usan repelente y los que tienen el pie en el suelo. Los intérpretes y los interpretados. Los que olvidan y los olvidados.
Para comentar debes registrarte y completar los datos generales.