Panamá
Remembranzas del campo
Así recuerdo mis paseos al campo, a la casa de mi nana, ubicada en el poblado de Las Cañas de Los Anastacios, en Chiriquí.
- Arnulfo Arias O.
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- - Actualizado: 29/12/2022 - 12:00 am
Hay memorias y recuerdos que se quedan circulando en uno suavemente, en espiral, como el ligero y frágil humo de una vela que se apaga; perceptible solo por momentos breves, pero están allí. Marcaron, en alguna forma, nuestras vidas, y se hicieron parte de la fibra nuestra. De cuando en cuando los recogemos, los traemos nuevamente la consciencia y revivimos los momentos que se han ido ya, preferiblemente gratos.
Así recuerdo mis paseos al campo, a la casa de mi nana, ubicada en el poblado de Las Cañas de Los Anastacios, en Chiriquí. Siendo todavía muy niño, allí me permitían pasar una o dos semanas, en los veranos tórridos y frescos de entonces. Sin duda, era un gesto de confianza de mis padres, arraigado en el cariño y el afecto que la nana Cecilia tenía por toda mi familia, y especialmente por mí.
En ese entonces, había que tomar una pequeña chiva en la estación de buses, que en quedaba en el centro de David. Allí comenzaba la aventura. La chiva nos dejaba en el poblado de Los Anastacios, en la que invariablemente nos esperaría don Nico, el padre de Cecilia.
Atribuyo su puntualidad a esos anuncios gratuitos que por los programas de radio más populares se solían enviar, y que llegaban sin duda hasta el corazón remoto de los campos, en los que no había luz ni forma alguna de comunicarse que no fuera boca a boca; pero eso sí, en cada casa había una radio de pilas, que era la ventana al mundo de los campesinos. Sin eso, no tenían idea de lo que pasaba más allá del paso recorrido por sus bestias de campo. El camino hasta Las Cañas era polvoriento, estrecho y solitario. Con alguna que otra casita por aquí y por allá, pero más que nada potreros vastos. Cada viandante que uno se encontraba saludaba amablemente, con esa formalidad inusual del campo, inclinando levemente la cabeza, con o sin sombrero. No podía faltar el "buenas", como una palma abierta y muy cordial, en todos y para todos. Me sorprendía, desde luego, esa cordialidad, presente solamente en nuestros campos, ausente casi siempre en nuestras ciudades.
Aunque don Nico me traía un caballo, el mismo siempre y el único que en ese humilde hogar había, prefería caminar luego de los primeros veinte minutos de montura, porque el paso de esa yegua, más acostumbrada a los trapiches que a la silla, terminaba atormentando los riñones prontamente. Difícilmente se atendía mi reclamo de desmontar, porque así de cuidadosa era esa nana, esmerada en que nada, absolutamente nada, le ocurriera al niño citadino. El recorrido podía ser de unos dos kilómetros, posiblemente. Había que cruzar dos o tres quebradas, para mi deleite.
Eran causes cristalinos, musicales, frescos y abrigados a la sombra de grandes árboles. Al pasar por ellos, anticipaba el gozo de nadar en alguno de esos pequeños remansos, represados en verano con un círculo de piedras grandes. Luego de lo que parecía un largo trecho, se llegaba a la casita, ubicada al borde del camino principal de ese poblado, pero con uno o dos vecinos a lo sumo, y a distancia.
El pequeño hogar era de cincha, hecho por alguna de esas juntas de embarre, de tiempo inmemorial. Las ventanas eran de paños de madera rústica y gastada, quemada por el sol y alisada por las lluvias. En frente tenía un portalito, que, con horcones lisos y brillosos, sostenía el techo coronado por las tejas, que habían perdido con el tiempo su rojo original, y ahora se veían pálidas, amarillentas, viejas, en una palabra. nana, y conocí de forma personal y viva la franqueza hermosa, la amabilidad y la honestidad sin límites de nuestra gente de los campos. Allí se desayunaba antes de que saliera el sol, con las mañanas frías, al secreto silencioso del café endulzado, con la raspadura solamente y sin leche, un trozo de queso artesanal, que solían flotar y reposar, a veces, en esa totuma ardiente, que tenía uno siempre que soplar antes del sorbo. También se comía la tortilla y el almojábano, hechos con la maíz de casa, y bajados siempre con la chicha de naranja y raspadura.
En las noches, se dormía uno temprano, cansado de tanto recorrer y de gozar del campo; de galopar, a duras penas, en la yegüita de la casa, tan cansada que se detenía en su paso cuando iba
y lo aceleraba gratamente al regresar. Se iba hacía el potrero a poner sal en alguna piedra que se hacía de lamedero de las pocas vacas que tenían. Se cortaba caña y pelaba y masticaba el corazón
con gran deleite infantil. Se pasaban horas en esos remansos de la quebrada o se acompañaba a la muchachada a cacería con esos biombos que no existen ya, hechos con las largas de los tubos de
las llantas y adornados con el lujo de la lengüeta de cuero de algún zapato viejo ya sacrificado. Se dormía a la lumbre de alguna guaricha de kerosene, con la llama palpitante y temblorosa que escupía de cuando en cuando bocanadas de humo negro y de olor rancio a combustible. Son gratos los recuerdos que atesoro ahora. Allí pude ver como se hacía el vino de palma, y hasta lo
probé, tal vez, o me colé furtivamente en la gallera, escondido de a nana, y conocí de forma personal y viva la franqueza hermosa, la amabilidad y la honestidad sin límites de nuestra gente de los campos.
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