Panamá
SOBRE EL FUEGO QUE NOS HIZO
Fuimos nómadas, viajeros y conquistadores solo cuando había llegado a nuestras vidas la rienda luminosa y controlada de ese fuego. Antes de eso, éramos sólo unos mamíferos, como todos los demás, sin un sentido propio, y sin más propósitos de aquellos que nos dicta nuestro cuerpo.
- Arnulfo Arias O.
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- - Publicado: 08/2/2022 - 12:00 am
El ser humano ha decidido su propio nombre y su clasificación dentro del universo amplísimo de las especies. Pero hay una diferencia entre decidir ser y ser. Como el resto de los organismos, ocupamos un espacio en este mundo, sin que nuestra vida tenga para ellos mayor importancia anímica de la que ellos deberían tener para nosotros, en conjunto. La vida se desenvuelve como un todo, como una fibra inseparable en la que no se pude desgarrar la superficie de la tela sin dañar la dañarla en su patrón y en su diseño. Por eso, puedo comprender a San Francisco cuando se refería al hermano burro, como parte de sí mismo; a su cuerpo material, no muy distinto al de cualquier otro mamífero, sin más propósitos que la existencia misma, sin más compás que ese latido persistente de su corazón y con la mira puesta en objetivos que son solos el eco de los impulsos naturales con los que se nace, con los que se vive, con que se muere. Entonces, lo único que nos distingue de la hermana bestia es esa vida espiritual, contraria si se quiere la naturaleza, algo metafísico que no puede ser ya el festín de los gusanos, ni perece cuando cesan las funciones de este cuerpo.
Fiat lux (hágase la luz), nos dice la palabra. Desde la domesticación del fuego por el hombre, cambió tal vez el curso de su historia colectiva y su destino individual. El hombre, al aprisionar el fuego en medio de la oscuridad, y hacerlo suyo, comienza a ver el mundo desde adentro hacia afuera. Allí donde hubo solo una negrura espesa, dominada por el sueño o pesadilla únicamente, ahora se imponía ese claroscuro de vigilias y de reflexión en torno a los destellos luminosos de fogatas. El ser humano vio el fuego como a un dios revelador y protector. Y el hombre creó así su ser anímico y su dios interno. La chispa del pensamiento inmaterial había nacido en él ahora. Se fue así cultivando la semilla de la cual florecería la senda que nos apartó de todo lo demás en este mundo y la creación. Ya no temeríamos más la noche oscura, ni comeríamos el alimento crudo frío, ni se cerraría la bóveda del pensamiento con el advenimiento del crepúsculo. El fuego nos liberó y nos separó de la existencia, para darnos más bien una vida. Mientras la creación es hija de la noche, nuestra vida espiritual fue concebida por la luz que fuera cultivada cuidadosamente por nosotros mismos, por nuestros ancestros. Aprendimos a portarla muy celosamente en medio de la yesca humeante atesorada y diminuta, que portábamos en el camino hacia la nada temeraria, donde ese fuego nos iluminaría la noche.
Fuimos nómadas, viajeros y conquistadores solo cuando había llegado a nuestras vidas la rienda luminosa y controlada de ese fuego. Antes de eso, éramos sólo unos mamíferos, como todos los demás, sin un sentido propio, y sin más propósitos de aquellos que nos dicta nuestro cuerpo. Pero ese fuego de revelación, también nos trajo rebeldía universal. Comimos del fruto prohibido, desatamos nuestras ataduras instintivas y creímos ser parte de las leyes mismas que dominarían el curso del destino de todo lo demás. Prueba de ello es que hoy en día, en esta era antropogénica, estamos acabando progresivamente con ese hogar celeste que llamamos Tierra, privándolo de vida, convirtiéndonos en destructores de este mundo por derecho propio que no tiene fundamento real. Fuimos los creadores de ese mito de existencia superior del ser humano por encima de todo lo demás; y todo afuera de nosotros fue una roca, sin sentido propio y sin propósito distinto al que nosotros quisiéramos dictarle. Nació el hombre como conocemos hoy con la contemplación del fuego; pero el fuego ya existía, sin necesidades de propósitos antropomórficos, como el que le ha dado nuestra especie.
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