Sobre la admiración sencilla
En medio de una gran lección de humildad, de nuestro propio pueblo originario, he escuchado frases de conocimiento universal que nos recuerdan que la tierra puede vivir sin el hombre; pero que el hombre no puede vivir sin la tierra.
- Arnulfo Arias Olivares
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- - Publicado: 11/2/2019 - 12:00 am
¿Qué conquista puede, para el hombre, ser mayor que la conquista sobre sí? Los mares y su inmensidad ya fueron conquistados por el hombre y la autoría de su conquista se ha perdido hoy como un naufragio anónimo que, así como otros miles, descansa bajo el peso enorme de su vastedad azul. Sobre los campos de batalla, que fueran renombrados algún día, se levanta acaso alguno que otro monumento silencioso que rendirá tributo a una victoria efímera que solo conquistó la vanagloria de algún hombre o de alguna u otra nación. Los cielos, tal vez, puedan ser sondeados hasta sus confines algún día; y tal vez revelen sus misterios a los pies del hombre un día, endiosando el ego de algún hombre y de la humanidad, si es que para entonces no hemos ya evolucionado a formas muy distintas en medio de los cambios naturales que se pierden con el tiempo.
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Al final somos también nosotros organismos que pueden, eso sí, razonar hasta algún punto en su existencia; pero resulta sano recordar a diario que nuestra propia humanidad podría representar tal vez -en proporción de tiempo- solo un segundo milenario de esos 4,543 mil millones años de la larga vida de la Tierra.
En medio de una gran lección de humildad, de nuestro propio pueblo originario, he escuchado frases de conocimiento universal que nos recuerdan que la tierra puede vivir sin el hombre; pero que el hombre no puede vivir sin la tierra.
Es, entonces, la conquista del hombre sobre sí que cobra gran valoración, al fin. Del individuo aquel que logra apoderarse por sí mismo de su propia vida individual, y la domina, haciéndose señor de todo aquello que ninguno otro puede conquistar.
No envidiemos, pues, al gran astrónomo astrofísico que, abstrayéndose del mundo actual y sus necesidades, vive solo dominado por el mundo abstracto.
Admiremos, en cambio, al hombre en sí; al campesino o al obrero, al profesional o a la ama de casa, o al padre aquel, sin nombre y sin educación, que a fuerza de la fe en sí mismo y de una disciplina que no encuentra ejemplo igual, se supera y rompe la cadena de los vicios más primarios de ese entorno empobrecido que subyuga a veces a los hombres.
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Elevemos, muy en alto, al niño aquel que, a pesar de sus carencias nutritivas muy tempranas, que lo hacen candidato a los pronósticos oscuros de supuestas deficiencias de por vida, prueba lo contrario en ese afán de enriquecer conocimientos, que se adentra por las trochas sin zapatos, se remonta río abajo en las frágiles piraguas y nos da las muestras de una voluntad más grande que la pobre educación que nuestra sociedad le brinda.
Recordemos al docente aquel que, hasta los lugares más remotos de nuestra campiña, lleva luz que rompe con la sombra oscura de analfabetismo y se abraza con apego extraordinario hacia su vocación, con la satisfacción que no sabemos apreciar, pero que se constituye al fin en parte de los grandes logros colectivos de nuestra nación. Admiremos y sigamos el ejemplo de la madre empobrecida que amontona sola un sacrificio sobre otro hasta lograr el monumento de la sana educación y la crianza de sus hijos, superando los apegos naturales y los vicios que algún padre anónimo e irresponsable no pudo superar.
Esas son historias -entre miles- de superación y logro, de lucha y sacrificio, que pasan a formar gran parte del anonimato ingrato y del desprecio de una sociedad indolente.
Abogado
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