Sobre la comparsa del entierro en tiempos de pandemia
...las manifestaciones del dolor que antes eran de dominio público, con los entierros esos que implicaban la solidaridad del acompañamiento de los deudos, ya no es ni prudente ni legal, porque se constituye en una clara violación de las medidas sanitarias decretadas.
Todo depende del ojo con el que se mire; y ese antiguo aforismo cobra aún más vigencia hoy, ante la globalización electrónica de las opiniones por medio del internet.
Así, no consideramos que sea reprochable la forma en la que las personas deciden, al fin, portar su luto, inclusive si involucra zarandear un féretro alegremente por las calles, en un baile ritual incomprensible para la mayoría, pero aceptable dentro del ejercicio de las libertades individuales, consagradas en nuestra Constitución y hasta en la letra superior de los tratados internacionales.
Sin embargo, en las circunstancias actuales, pasear un muerto, por muy querido que sea, implica el alto riesgo de que también se le acompañe en corto tiempo; y acompañando al que se fue, puede que todo el cortejo fúnebre sea también velado en corto plazo después de esas instancias.
El virus COVID-19 es altamente contagioso y, por esa precisa razón, se ha estimado que la prevención radica en el distanciamiento físico y social.
Por mucho que nos hagan falta las reuniones y la interacción con otros, debemos evitar a toda costa tales situaciones.
Igualmente, las manifestaciones del dolor que antes eran de dominio público, con los entierros esos que implicaban la solidaridad del acompañamiento de los deudos, ya no es ni prudente ni legal, porque se constituye en una clara violación de las medidas sanitarias decretadas.
Más allá de las consecuencias de un entierro como el desplegado, y aunque quiera verse como una manifestación clara de cariño y de afecto, debemos ponderar en el alcance de ese tipo de conducta, para la propia sociedad.
Sí estamos en los pasos de un nuevo orden mundial; momentos críticos en los que el individuo debe refrenar impulsos personales, para salvar su propia vida y luego, responsablemente, salvar así también la vida de los demás.
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La autodeterminación, la templanza, las responsabilidades personales y las colectivas, se constituyen hoy en requisitos que, además de ser impuestos por legislación, constituyen, como nunca antes, una decisión muy personal entre la vida y la muerte del que incumple.
Si esos nuevos factores de responsabilidad y de autorregulación personal fueran solo importantes para el propio individuo, podríamos comprender al fin en la persona la decisión de no cumplirlas; pero vivimos momentos en los que la carga personal de responsabilidad también la lleva la sociedad entera en la que se vive, porque una persona que decide no cuidarse, viola así el derecho de otros de mantener su vida sana y libre de contagio.
Por eso, vemos en ese baile del entierro una irresponsabilidad total que tiene como origen la propia educación cívica de la sociedad en que vivimos.
Hemos fallado todos porque, en estas circunstancias, no se debe condenar a los autores sino al acto en sí; porque los hechos nos reflejan a la par de esas naciones que no avanzan, sino que involucionan, quedando atrás en el progreso de la humanidad.
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Ver lo que pasó, es ver escenas de un Haití, de Angola, de Somalia; son sociedades que, carentes de sustento físico, se pervierten moralmente en su componente colectivo.
Lo que no podemos comprender es cómo, en una nación como la nuestra, con un sistema educativo supuestamente amplio, con un margen de pobreza extrema controlado, con progreso material que se refleja en la famosa infraestructura urbana de su capital, podemos ser testigos de esa enfermedad social de la inconsciencia que, aparentemente, todos hemos ayudado a propiciar por nuestra inercia colectiva y permisividad individual.
Abogado.