Sobre la enfermedad del desarrollo detenido
En fin, su personalidad ya estaba malograda irremediablemente, disminuidos sus sentidos y su orientación natural, por esos años de confinamiento.
Sobre la enfermedad del desarrollo detenido
Durante el tiempo que viví en Perú, como estudiante universitario, tuve la ocasión de visitar a una familia de amigos en la ciudad de Arequipa, coronada por el majestuoso volcán Misti. Noté que en ese hogar tenían como mascota una perrita husky que había sido confinada en una jaula desde la más tierna edad. En crecimiento, era quizá de la mitad del tamaño normal para un perro de su edad, era nerviosa, con patas demasiado cortas, atrofiadas por la falta de movilidad en confinamiento; pero en su carácter, era sumamente dócil.
Les rogué que me dejaran llevarla, prometiéndoles cuidar de ella, pero con el propósito real de liberarla de ese cautiverio. Regresó conmigo a la ciudad de Lima. En la casa en que vivía, con un amplio patio, estaría más cómoda- pensaba yo. Pero pronto observé un extraño comportamiento en ella, al liberarla. Si estaba suelta en el patio, y se abría la puerta, corría hacia el interior de la casa; si estaba adentro, y se abría la puerta hacia el patio, trataba de escapar hacia allá.
En fin, su personalidad ya estaba malograda irremediablemente, disminuidos sus sentidos y su orientación natural, por esos años de confinamiento. Ya no podía lidiar con las verdades de una libertad que no quería reconocer.
Caí en cuenta que ese pobre animal era la víctima de esa dolencia que, en la jerga médica, se denomina "desarrollo detenido". Muchas veces, ese desarrollo detenido puede ser artificial, como en el arte del bonsay, en el caso de las plantas, pero, para el hombre, y para los animales, deja de ser arte y se convierte en una tragedia real de vida acordonada, de deterioro franco de las facultades constreñidas. Lo peor es que el sujeto, o animal, se acostumbran a esa inhibición de facultades detenidas en el tiempo, y hace más bien de esa tragedia una costumbre cómoda, por lo menos para él. Se puede ver en la deficiencia motriz de esos niños a los que no se les permitió gatear holgadamente, como debe ser; o en la carencia de ese motor fino en los que no se les dejó usar sus manos y sus dedos libremente, como las pinzas más curiosas y traviesas de la infancia.
La movilidad es parte íntima de todo desarrollo. En realidad, hasta lo más sólido se mueve. Pero, más afín a los propósitos del punto que queremos resaltar, vemos cómo el agua que no corre se estanca y el acero abandonado se oxida; todo mueble sin limpiar se viste de una capa espeso de ese polvo de desidia, y todo libro sin leer es atacado y carcomido por el moho que se abre paso a sus entrañas. En fin, en el uso está la clave de longevidad de cada cosa; ya sea cualquier artículo, una casa, un animal o una persona.
Pero, además de esa realidad tan evidente, la falta de uso y el confinamiento de las cosas termina por estrangular su potencial real de vida, drenándolas como si fuera un pozo expuesto en el verano, disipado por el sol. La parábola de los talentos tiene, como contenido principal, esa lección. El que tiene, y todo el mundo tiene algo, debe compartir mediante el uso. Guardarse en egoísmo aquellas facultades naturales que le pertenecen más al mundo que a uno mismo, es un acto de miseria personal contra la humanidad. Ya sea por decisión propia, cuando el individuo no se exhorta a desplegar aquello que le toca dar, o mediante constricciones de unos sobre otros, especialmente en el hogar o en sociedad, cada vez que se estrangula el crecimiento en todas sus facetas, algo o alguien termina por perder por esa falta de uso.