Panamá
Sobre una vida plena en una nación
- Arnulfo Arias Olivares
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He llegado a la conclusión, luego de mucho reflexionar, de que las necesidades y las carencias del hombre, cuando son consistentes, terminan por privarlo de la expansión de su vida en otras áreas que a otros, que no sufren de tales carencias, los llenan de satisfacción. Las pruebas de esa realidad se asientan en hechos concretos de la historia de la humanidad en los que la hambruna ha sobrevenido por alguna u otra razón; desde el caso de Madrás, en la India, hasta el de Leningrado, en Rusia.
El hambre fue tan extrema que algunos padres, sin ningún reparo moral, llegaron a consumir hasta sus propios hijos. Somos como las salamandras que viven en paz y en armonía, hasta que se comienza a secar la charca, y entonces la escasez las lleva a desarrollar, naturalmente, inclinaciones canibalísticas. Mientras el señor estómago se encuentra satisfecho, se puede pensar, y especialmente pensar en otras cosas que no sea el alimento. La creatividad, la empatía, las buenas conductas, y otras virtudes cardinales del hombre salen corriendo por la ventana cuando lo alcanzan necesidades de orden material, al extremo tal que se convierte en víctima de los impulsos básicos y se purga la razón en él.
¿Qué pasa, entonces, en naciones como la nuestra, en las que el bienestar en general de los ciudadanos, estadísticamente, se relega a porcentajes muy pequeños de la población? Cierto que la pobreza extrema no cubre con su sombra a porcentajes altos de la población; pero qué hay, entonces, de esa pobreza multidimensional de la que sí sufre la inmensa mayoría. Eso incluye temas tan variados como un sistema de transporte público, de redes viales y de desarrollo urbano que son ineficientes, que acarrean el sacrificio de grandes porciones del día de una persona trasladándose desde su casa hacia el trabajo y viceversa.
Miles y miles de personas utilizan diariamente ese medio de transporte público y, especialmente en el área urbana, deben privarse de las horas normales de sueño, despertándose a desde las 3 o 4 de la mañana, simplemente para cumplir con un horario. Ese desbalance crítico y concreto de la vida en algo tan sencillo como el sueño, lo sufre cada día una cantidad enorme de personas. Si a eso añadimos, por ejemplo, la preocupación real de miles de madres trabajadoras que, a falta de suficientes ingresos para pagar un servicio doméstico o una guardería, deben confiar el cuidado de sus hijos más pequeños en la bondad de algún vecino o de algún familiar.
Sus mentes no pueden estar plenamente concentradas en la labor que desempeñan, cuando saben de los altos riesgos que implica dejar en otros el cuidado maternal que le debería corresponder a ellas o que podrían delegar en centros de cuidado, si contaran con mejores ingresos. A estas realidades concretas, podemos añadir la falta de suministro de agua potable de manera regular y permanente; el alto costo de los alimentos en el hogar; las exigencias de un sistema educativo que demanda gastos frecuentes a padres de familia que, con mucha frecuencia, no los pueden asumir.
Todo lo anterior se refleja en vidas que no pueden ser plenas en el sentido real de la palabra. La búsqueda de la felicidad no es un sueño de opio, sino un postulado y una aspiración de todas las naciones civilizadas, presente en las cartas magnas, en tratados, en leyes y en regulaciones; pero ausente en grandes sectores de nuestras sociedades latinoamericanas. Pedimos enormes sacrificios a nuestra población: que sean solidarios con las necesidades de la patria, que adopten los caminos de los ciudadanos ejemplares, que asimilen en sus vidas prácticas de urbanidad y de empatía hacia los demás. Sin embargo, la realidad es que mientras a nuestra población la marque en algún grado de pobreza multidimensional, no podrá sentirse realizada, no podremos aspirar a grandes cosas como nación y nuestros logros estarán medidos por el techo de carencias generalizadas que, hasta la fecha, no hemos podido superar.
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