Y también crecerán
La vida de Siddhartha Gautama, más conocido como el Buda, es un gran ejemplo de lo que se enseña mal por parte de los padres y se aprende dolorosamente bien
Y también crecerán
Creo que es una excelente idea obsequiar una mascota a un niño. De su cuidado aprenderá valiosas lecciones de vida, y de por vida. Si son pequeños los cachorros, y los niños, irán creciendo paralelamente, y verán los cambios naturales de ese crecimiento y maduración. Tendrán que ser responsables con su aseo, con su alimentación y su cuidado diario. Experimentarán, en alguna medida, las grandes frustraciones de los padres responsables y tendrán un sorbo de lo que será, en los aspectos serios, la vida balanceada en el hogar. Siempre, al fin, las satisfacciones tendrán un mayor peso en la balanza que las frustraciones, que vendrán también como una parte muy segura del paquete entero.
Esos cachorros, adorables en su infancia, crecerán, requerirán de una estructura parental, que debe garantizar el amo, destruirán parte de la propiedad, ajena y propia, y nos harán entender que no debe uno desatar jamás el nudo estrecho de paciencia ante esos eventos que, por desastrosos que nos puedan parecer, son simplemente parte de la vida y se deben aceptar, sin dejar de corregir aquello que se pueda. Otra cosa es dejar que las mascotas crezcan al garete, sin supervisión, prontas para recibir afecto y alimento, pero libres como lobos en manada en todos los demás aspectos.
En esos casos, el afecto y el amor que dispensamos se termina convirtiendo en pesadilla, porque la disciplina balanceada que no quisimos darle a la mascota se manifiesta luego en esos malos consejeros de los actos de ese animalito que creció sin disciplina. Así, no solo son los niños los que aprenden, sino también nosotros como padres. Si educamos a los nuestros sitiándolos en muros del afecto únicamente, si no les enseñamos realidades crudas que están siempre tan presente al otro lado de ese muro, si abandonamos el papel de padres que y nos convertimos solamente en sus amigos, cómplices a veces de sus malos actos, terminarán haciendo aquello que los complacía sin saber que hay precios siempre que pagar. ¡Cuántos homicidas y ladrones evitaría sufrir la sociedad si parte de esa educación tan responsable y necesaria se llegara a dar en el hogar!
La vida de Siddhartha Gautama, más conocido como el Buda, es un gran ejemplo de lo que se enseña mal por parte de los padres y se aprende dolorosamente bien por parte de los hijos. El padre de Siddhartha, un acaudalado príncipe, había decidido, en contra de las leyes de la naturaleza, que su hijo no conocería jamás el sufrimiento. Mientras crecía, todos debían sonreír, los enfermos debían esconderse, los sirvientes viejos reemplazarse y el llanto y el dolor jamás podían desplegarse en la presencia de ese niño tan privilegiado. Pero, eventualmente, como pasa con toda juventud, tendría que tener un paladar de vida; no todo podía ser tan dulce como el padre en su bondad irresponsable había planeado. Ya siendo adolescente, en uno de sus paseos, a alguno de los sirvientes se le olvida descuidadamente despejar más adelante en el camino el sufrimiento de algún necesitado. Ante la visión de la carencia y del dolor humano por primera vez, Siddhartha quedó absolutamente marcado de por vida. A tal punto, que decidió enrumbar el resto de su vida precisamente a ese propósito de erradicar el sufrimiento, pero reconociendo su existencia, sin barrerlo y ocultarlo bajo las alfombras cómodas y suaves de la inconsciencia.
Por eso, así como en mascotas y en los hijos, es mejor dosificar un poco la amarga medicina de los sufrimientos que necesariamente vienen como cuerda atada con todo lo demás. Un poco de disciplina, combinada con el peso ilimitado del afecto y del amor, harán que los dolores y desilusiones sean más tolerables y se acepten simplemente como los maestros que han venido a ser en realidad.