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Jorge Luis Borges, la entraña de mi alma
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La Buenos Aires de Borges es una Buenos Aires de a pie.En sus cuentos y en su vida abundan esas largas caminatas nocturnas, casi siempre rumbo al sur.Hay dos ciudades que se alternan: la de los amores contrariados (las esperas en esquinas y confiterías de un Borges siempre enamorado) y la ciudad de las caminatas y la amistad.Buenos Aires puede ser, por acumulación de decepciones, un modesto interno: Y la ciudad, ahora, es como un plano de mis humillaciones y fracasos; desde esa puerta he visto los ocasos y ante ese mármol he aguardado en vano.Pero también puede ser la ciudad de la infatigable amistad, sin otro rumbo que el que eligen los pasos.(Nunca tenemos un rumbo tan fijo como cuando deambulamos: creemos improvisar, pero repetimos prolijos itinerarios).Con Carlos Mastronardi, el poeta de Luz de provincia, con Francisco Luis Bernárdez, el de La ciudad sin Laura, con el francés Néstor Ibarra, su primer traductor,Borges acostumbraba dar esos largos paseos, que a veces llegaban hasta Puente Alsina, donde termina Pompeya.Hasta 1938 el Puente Alsina era el viejo puente de hierro que el tango recuerda; en 1938 se inauguró el edificio que hoy conocemos.A Borges se lo celebra sobre todo en Palermo, donde Serrano usurpa, por algunas cuadras, su nombre.Hay varias razones para esta insistencia: allí vivió su familia a partir de 1901, en Serrano 2135; y él mismo enumeró las calles de su manzana en un poema famoso y le cantó a los compadritos que abundaban en las orillas del arroyo Maldonado (que hoy corre secreto, bajo la avenida Juan B.Justo).Pero es el Barrio Sur el escenario preferido de sus caminatas y el repetido paisaje de sus cuentos.Ahora no lo llamamos Barrio Sur (denominación que viene, probablemente, de la vaga indicación “Catedral al Sur”): ahora es San Telmo y Monserrat.El Barrio Sur, dijo muchas veces Borges, es el centro secreto de Buenos Aires.“Yo puedo estar en el Japón, puedo estar en Edimburgo, puedo estar en Texas, puedo estar en Venecia, pero de noche, cuando sueño, estoy siempre en Buenos Aires y en el Barrio Sur; la parroquia de Monserrat, para ser más preciso.” (Osvaldo Ferrari, Diálogos con Borges.)El tango no ha dejado de enseñar que para conocer la ciudad hay que extrañarla; para extrañarla, hay que haberla perdido.Para aprender lo que es Buenos Aires, la distancia es una asignatura inevitable.Borges, temprano, conoció esa distancia.En 1914 los Borges hicieron un viaje a Europa, con el fin de que el padre se tratara de los ojos; pero el estallido de la guerra los sorprendió en Ginebra y el regreso se hizo imposible.Borges y su hermana Norah se quedaron a estudiar en la ciudad suiza.Terminada la guerra, la familia no tuvo apuro por regresar.Volvieron recién en 1921, luego de una larga estadía en España.En el puerto de Buenos Aires los esperaba, entre otros amigos, Macedonio Fernández, íntimo de Jorge Guillermo Borges desde la juventud, y que se hará amigo también del hijo.A partir de ese regreso Borges se reencontró con Buenos Aires y la celebró en el lenguaje de la metáfora y la novedad: el ultraísmo.Sus cuatro primeros libros (Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente, Cuaderno San Martín y la biografía Evaristo Carriego) son generosos en rincones, arrabales, atardeceres de la ciudad, sin esquivar la fealdad de cementerios y carnicerías.Borges tuvo sus aversiones: del norte casi no habla, excepto del Barrio Norte, el oeste (Almagro, Caballito, Flores) no le interesa en absoluto.Las copetudas confiterías de Flores merecen el elogio de Carlos Argentino Daneri, ¿qué peor condena? Boedo, donde estaba la biblioteca Miguel Cané, en la que tantos años trabajó, en Carlos Calvo y Avenida La Plata, y que hoy podemos juzgar como uno de los barrios más lindos de Buenos Aires, le parecía anodino.Ahí iba por las tardes en el tranvía 7; trabajaba apenas una hora clasificando libros y le quedaba el resto de la tarde para leer.La Boca le desagradaba especialmente, por su exceso de color local.Prefería las casas viejas del sur, los almacenes o bares, donde pedía (recuerda María Esther Vázquez en Borges, esplendor y derrota) una caña o un guindado oriental.En el sur transcurre El Aleph, en una casa de la calle Garay muy cerca de Constitución.Eligió esa avenida, explicaría después, porque nada trae a la memoria: un lugar trivial, y un guardián grotesco (Carlos Argentino Daneri) bastan para custodiar la maravilla.También en el sur, en México 564, está la antigua Biblioteca Nacional (espléndido edificio, obra del arquitecto italiano Carlos Morra) que funciona hoy como Casa de la Música.Borges frecuentó esta biblioteca como lector y luego, a partir de 1955, como director, nombrado por la Revolución Libertadora.También en el sur, en Chile y Tacuarí, está el almacén donde el narrador recibe el zahir, esa moneda inolvidable que habrá de atormentarlo.En el sur, y en la vida real, acabó sus días, en una oscura planta baja, Elvira de Alvear, la amiga que inspiró a Beatriz Viterbo y a Teodelina Villar, difuntas y simétricas heroínas de El Aleph y El Zahir.Palermo está más presente en los poemas; en la ficción Borges prefirió el sur a causa de la idea persistente de centro secreto.Cada vez que uno de sus cuentos propone una maravilla clandestina que cambia nuestra percepción del mundo (una enciclopedia de un planeta imaginario, un punto que es todos los puntos, un objeto inolvidable, un congreso universal) se nos muestra el Barrio Sur, la región del secreto.La tradición hermética ha sugerido a menudo un centro oculto del mundo; Borges nunca fue indiferente a esa tradición.A veces Buenos Aires cambia de nombre.En La muerte y la brújula él mismo declaró que detrás de los nombres fingidos está Buenos Aires; pasa lo mismo con la Aquilea del filme Invasión (1969), de Hugo Santiago (guión de Santiago y Borges, argumento de Borges y Bioy).Edgardo Cozarinsky, autor de Borges y el cine, definió así a Aquilea: “Su topografía visible es la de una Buenos Aires con vastas omisiones, cuyos restos aparecen agrupados y en un orden y una vecindad imprevistos”.Esa descripción podría ceñir también la Buenos Aires de cualquiera de sus cuentos.Borges aceptó escribir para el mismo libro este mínimo argumento: “Invasión es la leyenda de una ciudad, imaginaria o real, sitiada por fuertes enemigos y defendida por unos pocos hombres, que acaso no son héroes.Luchan hasta el fin, sin sospechar que su batalla es infinita”.En este filme, a la tecnología de los invasores los resistentes oponen los bares, la guitarra, las charlas al alba, la amistad.Otros sitios que aparecen en su vida y en su obra: el zoológico de Palermo, donde conoció a los repetidos tigres; la confiería La Perla del Once, donde se reunía con Macedonio Fernández, y donde planearon una novela colectiva e infinita; la Recoleta, que representaba la pudorosa muerte criolla frente a la muerte gringa, que era la Chacarita; la confitería Saint James en la avenida Córdoba y el restaurante Don Luis, enfrente del Colón y el Pedemonte de Rivadavia y Florida; la Plaza San Martín, tan cerca de su departamento de la calle Maipú, donde vivió más de cuarenta años junto a su madre, Leonor Acevedo.Hasta allí llegaban (recuerda María Esther Vázquez) las campanadas de la Torre de los Ingleses (hoy Torre Monumental, joya de la plaza Fuerza Aérea Argentina) que agobiaban su insomnio.Quien visite la Galería del Este encontrará, en el primer piso, la librería La Ciudad, tantas veces visitada por Borges, y para cuya fugaz editorial dirigió una colección memorable, La Biblioteca de Babel.En la vidriera quedan algunas traducciones de Borges.La librería finge estar abierta, pero siempre que uno pasa la encuentra cerrada.Ahí firmaba de vez en cuando sus libros: su firma era un garabato, un gancho indescifrable trazado con cualquier birome, tan distinta a la de Manuel Mujica Láinez, otro huésped frecuente (su hija trabajaba en un local vecino): lapicera de oro, tinta negra, letra redonda y perfecta.Además de las ya numerosas biografías, Carlos Alberto Zito y Ulises Petit de Murat escribieron libros sobre la relación de Borges con Buenos Aires; en Al pie de la letra, Alvaro Abós recorrió la ciudad, guiado por cuentos, novelas, anécdotas de muchos escritores, entre las que abundan las de Borges.Sara Facio publicó el año pasado Borges en Buenos Aires, colección de fotos tomadas con su Leica.Esos libros cubren años, décadas; el librero Alberto Casares publicó una pequeña plaquette que se ocupa apenas de una tarde, pero es la última.En esas breves líneas está el recuerdo de la visita de Borges a su librería el miércoles 27 de noviembre de 1985, última tarde que el escritor pasó en Buenos Aires.Bioy Casares lo fue a visitar y los dos charlaron de muy buen humor con los lectores reunidos.El librero Casares le explicó a Borges que ahí estaban expuestas sus primeras ediciones, y él dijo que, como Oscar Wilde, prefería las segundas y las terceras.Al final de la tarde Borges dijo que no regresaría a Buenos Aires.Nadie le creyó.Al día siguiente partió con María Kodama rumbo a Italia, para ir después a Suiza, a Ginebra, donde murió el 14 de junio de 1986.Entre libros y lectores, se había despedido de Buenos Aires, una ciudad que describió como teatro de la memoria, pero también como negativo, como suma de lo que no terminamos de conocer, lo que no podemos vivir del todo: “Buenos Aires es la otra calle, la que no pisé nunca, es el centro secreto de las manzanas, los patios últimos, es lo que las fachadas ocultan, es mi enemigo, si lo tengo, es la persona a quien le desagradan mis versos (a mí me desagradan también), es la modesta librería en que acaso entramos y que hemos olvidado, es esa racha de milonga silbada que no reconocemos y que nos toca, es lo que se ha perdido y lo que será, es lo ulterior, lo ajeno, lo lateral, el barrio que no es tuyo ni mío, lo que ignoramos y queremos”.Próxima entrega: Mario Benedetti y Montevideo