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Globofobias
Rosemarie E. Acosta Lugo - Publicado:
*Bogotá (AIPE)- Ha hecho carrera una idea según la cual la globalización económica es una cosa muy mala: entre otras cosas, se ha afirmado que genera retraso de los países pobres, desigualdad social, destrucción ambiental y pérdida de identidad cultural.El gran Ernesto Sábato, por ejemplo, afirmó que la globalización es darles a las ovejas y a los lobos libertad para hacer lo que les dé la gana.Cosa similarmente lúgubre se concluye leyendo "La caverna" de Saramago.Si todo eso fuera cierto, las recurrentes protestas en los escenarios de reflexión sobre la economía internacional tendrían justificación.Sin embargo, caben muy serias dudas sobre las premisas anteriores.Primero, un dato sencillo.La economía mundial sólo empezó a crecer en el siglo XIX.Los flujos de producción y de consumo mundial eran prácticamente iguales cuando se firmó la Carta Magna (1215) y cuando se firmó la Constitución americana, más de cinco siglos después (ver, al respecto, el maravilloso ensayo de J.B.De Long "Cornucopia: The Pace of Economic Growth in the Twentieth Century" (NBER).De otra parte, estos mismos flujos son unas nueve veces más grandes hoy, de lo que eran hace apenas cien años.Una colombiana de clase media baja tiene, hoy día, acceso a tecnologías -salud, agua, información- que no podían ni soñar los gringos más ricos hace apenas cien años, y por eso su esperanza de vida es unos 10 años más alta.La infinidad de trabajos que han buscado explicar por qué sucede esta explosión del crecimiento y el bienestar en estos últimos años son prácticamente unánimes es subrayar la importancia que tienen el comercio internacional y la libertad económica.Segundo, como lo muestra un trabajo reciente de los profesores P.H Lindert (U.de California, Davis) y J.G.Williamson (Harvard) "Does Globalization Make the World More Unequal?" (NBER), los datos no permiten concluir que la globalización observada a lo largo de los últimos años haya implicado más desigualdad.Es completamente cierto que hay un creciente grado de desigualdad entre los países ricos y los países pobres, pero eso tiene muy poco que ver con la integración.Los autores muestran que, al contrario, la creciente desigualdad sucede entre países y se explica porque muchos optaron por no abrir sus economías y desaprovecharon fuentes de bienestar.Sugieren, convincentemente, que no hay ninguna fuerza inherente a una economía altamente integrada y dinámica que la tienda a volver más desigual.Ponen, para ilustrar, el caso de los estados de la unión americana: muchas economías -la mayoría mucho más grandes que Colombia - altamente integradas entre sí, con moneda única, libertad para que fluyan capitales y personas, y la desigualdad es mucho menor que la observada en el mundo como un todo.Tercero, es muy evidente que la globalización promueve y dinamiza, no destruye, la cultura local.El historiador Daniel Boorstin utiliza el concepto de un "vértice" para definir la idea y opone el caso de países jóvenes, de inmigrantes, como Estados Unidos o Argentina en su momento, al de naciones más "establecidas".Dice que "en sociedades más viejas, la uniformidad es idealizada, la grandeza y la vitalidad vienen desde dentro, de la pureza, del rechazo a formar parte del destino de otras gentes.La situación americana es distinta: la creatividad y la esperanza de la nación está en sus vértices, en las nuevas mezclas y en las nuevas confusiones".Lo mismo pasa cuando florecen el comercio y los flujos de capital y de ideas.La cultura, llámese música, literatura o artes plásticas, o llámese culinaria, arquitectura o urbanismo, nunca es tan dinámica como cuando se crea en estos vértices y nunca tan hueca como cuando se cierran las ventanas al mundo.La globalización no implica estancamiento de los países pobres, ni desigualdad, ni homogeneización cultural por lo bajo.Más aún, lo más razonable es suponer que significa todo lo contrario.(c)* Decano, Facultad de Economía, Universidad de Los Andes, Bogotá.www.aipenet.com