La ley entre los particulares
La ley entre los particulares
El mejor gobierno es el que menos debe gobernar. Ese precepto cobra realidad en las interacciones privadas en una sociedad, en las que los particulares gobiernan los términos y condiciones de los acuerdos y contratos que, una vez pactados, se hacen ley entre las partes.
En ese ejercicio, no ha intervenido en forma alguna la mano del Estado, como debería ser. Se trata de la esencia de la libertad contractual y de la ausencia del Estado en las relaciones privadas entre las partes. Dentro de ese ámbito, no hay actos administrativos, para encasillar las actuaciones, ni órganos legislativos que intervengan en la voluntad privada y soberana de los hombres.
Ese sería el estado ideal de convivencia humana en una sociedad. Pero, la realidad sea dicha, las libertades se convierten en libertinajes, muchas veces, y la libre competencia que se sujeta únicamente a la voluntad humana, puede hacer que los sistemas desciendan a niveles de depredación iguales a los de la naturaleza, en la que es normal que el organismo débil sea arrastrado y consumido por el vigoroso y fuerte; el ciclo de supervivencia de la especie, que nada malo tiene, en los ambiente naturales, se convierte en deplorable práctica en medio de la convivencia humana en sociedad.
En lo posible, sin embargo, se debe velar por la mínima intervención de los Estados en temas de familia, de emprendimiento y de la auto realización del individuo. Esa es la libertad más plena, en la que la cadena de regulaciones no debería realmente intervenir. Pero para llegar a esas alturas apreciables, debe haberse ya condicionado previamente la conducta humana, con enseñanzas que provienen del hogar temprano, de la formación puntual y cívica de los sistemas públicos educativos y de condiciones económicas que permitan la realización posible de una vida digna en sociedad.
Mientras lo anterior no sea posible, íntegramente, entonces se hace obligatoria casi la intervención de los Estados en la vida los individuos, como una especie de supervisión paternalista de cualquier infante. Sin ese marco de regulación externa, en las sociedades insipientes, el hombre casi asumirá conductas que se aceptan instintivamente en la naturaleza, que son dominio del impulso de sobrevivir, sin el velo de moralidad que pueda refrenar el acto de depredación de unos sobre otros. No es utópico pensar, sin embargo, que podría llegar el día en que las libertades prevalezcan, y que el gobierno propio haga más que innecesario ese gobierno ajeno, de autoridades que deciden y que supervisan a los hombres desde el tiempo de la cuna hasta el momento de su muerte. Para lograr ese propósito, cada cual tendrá que guiarse por la propia fuerza interna de la razón, que no requiere de supervisión ajena.
La madurez del hombre, en todo ámbito de su conducta y convivencia en sociedad, ha sido aspiración de todos los sistemas que descansan en la posibilidad de libertades realizables, en la formación del individuo y en la adecuación de sus conductas, a tal punto que comprenda que hacer el mal a otros es hacérselo a sí mismo. Nada nuevo tiene al fin esa generalizada aspiración del ser humano. La podemos ver incluso en preceptos bíblicos y en las enseñanzas de ese Nuevo Testamento, que nos llaman a la reflexión interna que debe guiar nuestra conducta siempre, que nos piden que escuchemos esa voz interna que no viene de otros hombres, sino de aquella luz espiritual que vive y que flamea en cada uno de nosotros, por oscuros que pudieran ser los pensamientos que se alojan y hacen campamento allí también, donde solo debería prevalecer la libertad, conciencia y la razón.
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